Tener un gran personaje puede marcar una enorme diferencia. Y este documental lo tiene. Se llama Alfredo García Kalb y es un abogado penalista que se dedica a defender, al menos en los casos que se ven aquí, a jóvenes que han sido detenidos por delitos. Alfredo, un ex presidiario que sabe las consecuencias que para esos chicos tendrá pasar años en la cárcel –lugar en el que se castiga y controla, más que se reeduca, de ahí el título “foucaultiano” del filme– trata a veces con mañas que bordean lo legalmente aceptable hacer zafar a pibes que se admiten culpables, tratando de funcionar como una especie de padre y mentor, convenciéndolos de que si se salvan de caer presos –desde la experiencia y cierto tono de hermano mayor– deben dejar la vida delictiva.
Los modos de Alfredo son raros y para muchos sonarán cuestionables, pero tienen una cierta lógica. El filme sigue un par de casos en los que él trabaja, de los cuales se destaca uno en el que dos jóvenes son acusados por un robo con armas en un negocio. Las idas y vueltas de ese caso –las negociaciones con los chicos y luego el juicio oral– serán la parte central de la trama, pero es Alfredo quien se roba la película, con su forma tan poco ortodoxa de presentarse (uno podría definirlo como un abogado “del palo”, que se hace amigo de sus clientes o eso logra hacernos creer) y sus nerviosos/maníacos modos.
La película tampoco explora a fondo su vida personal y eso, finalmente, es una gran decisión, ya que lo muestra básicamente en funcionamiento y pone en juego lo que sucede cuando ese personaje y sus clientes se enfrentan a los ámbitos judiciales más tradicionales. Es cierto que el abogado es el centro del filme pero no es el clásico retrato bizarro de un “personaje peculiar” tan caro al documental argentino de estos últimos tiempos. Es un documental sobre ciertas zonas y manejos del sistema judicial –con las que algunos podrán estar de acuerdo y otros, no– con un personaje muy particular dentro de él. Y eso marca una gran diferencia.