Si uno entra desprevenido en una sala donde se proyecta Los Cuerpos Dóciles, se puede confundir -en esa primera mirada- un registro documental con uno de ficción, ya que en los últimos años la frontera entre ambos formatos se difuminó hasta casi desaparecer.
Alfredo García Kalb, protagonista absoluto de esta historia, es un abogado penalista, padre y baterista de una banda y no un actor, si bien posee aptitudes que demuestran que podría serlo: frente a cámara siempre se lo ve natural y desenvuelto.
La acción de la película se centra en un caso en el que dos “pibes chorros” son acusados de robar una peluquería y llevados a juicio. La cámara lo tiene a García Kalb visitando barrios pobres, humildes, donde muchos de allí ya lo conocen por haber trabajado en sus casos o en los de familiares y amigos. También vemos sus reuniones en la cárcel con los acusados y las tácticas y estrategias que planea para que la condena no sea tan brutal, y en el juicio mismo, declamando su verdad frente a jueces y familiares.
El planteo de los directores es el de invisibilizar la cámara, cosa que saben y sabemos es imposible, aunque logran que nosotros espectadores participemos de lo que ocurre como testigos (o cómplices). Su mirada parte desde un personaje que tiene certeza de que su jugada en el campo judicial está perdida de antemano, o que puede llegar a arañar una derrota digna, tratando de que los débiles, los excluidos, se lleven una condena menos dura, haciendo que su palabra valga lo suficiente como para no ser opacada por la de un oficial de policía o un miembro de la comunidad con más privilegios y acceso a mejores abogados o beneficios.
Otra veta interesante del filme es la inclusión de momentos privados del personaje, permitiéndonos acceder a reflexiones varias y a su relación con sus tres hijos y con su instrumento musical, una batería que parece desconectarlo de esa realidad que -según sus palabras- se le hace cada vez más difícil de sobrellevar.