Una pintura sobre dos cosmovisiones de mundo en pugna plantea Lukas Valenta Rinner en su segunda película Los decentes.
Belén (Iride Mockert) consigue trabajo como empleada cama adentro de una familia de clase alta que vive en un country. Al lado de la casa, separada por un cerco perimetral electrificado, hay una quinta que funciona como lugar de reunión de un grupo que practica el nudismo. Belén comienza una relación, que avanza muy lentamente, con un guardia de seguridad del barrio cerrado y, a la vez, accede como integrante del especial grupo.
Lukas Valenta Rinner cuenta, con ojo avizor y detalles que revelan su perspicacia, los lazos que unen a la madre y al hijo de la familia, sus usos y costumbres, sus gustos y educación y también ofrece escenas que describen las situaciones cotidianas en la “comunidad librepensadora”.
Planos panorámicos, estilizados y milimétricamente centrados, muchos de ellos fijos, que remedan fotos o cuadros y pintan tanto los espacios exteriores (el country, la cancha de tenis, el lago artificial) cuanto los interiores (la casa) y los cuerpos desnudos.
La narración elige un tono y un tempo para mostrar el conflicto y la tensión que va creciendo y definiendo tomas de posición irreductibles. Lo que quizá devenga en un alargamiento de escenas algo innecesario.
El final -al que se llega por el callejón sin salida en el que se desemboca casi inevitablemente-, rompe abruptamente con el modo en que se venía narrando casi sin gritos ni estridencias ni efectismos. Y echa mano al recurso de cierre que resulta más fácil y que ideológicamente se siente un poco cuestionable en una elección que se mueve en la delgada línea de avalar y/o justificar el uso de la violencia como respuesta a la violencia.