La convivencia como batalla.
El realizador afincado en la Argentina consigue dar vueltas interesantes en torno de los estereotipos sociales. Apoyado en un elenco impecable, que encuentra el tono justo, desarrolla el curioso enfrentamiento entre un barrio privado y sus vecinos nudistas.
Si bien la imagen del mundo que proyecta Los decentes, segunda película del director austríaco radicado en la Argentina Lukas Valenta Rinner, puede resultar a priori un poco esquemática, también es cierto que consigue dar algunas vueltas más que interesantes en torno de unos cuantos estereotipos sociales clásicos. Giros que van ganando en intensidad a medida que el relato avanza, yendo del esperable juego de opuestos entre una familia cheta que vive en un country y su nueva mucama, hasta una coda absurda y sacada que incluye una actualización tan literal como bizarra del gastado concepto marxista de la lucha de clases.
Los decentes hace pie en una idea central que es retomada un par de veces a lo largo de la película. Se trata del viejo recurso de colocar a un individuo en un territorio extranjero del cual desconoce todas las reglas, y a partir de ahí dedicarse a sacarle el jugo a las fricciones que produce el choque cultural. Eso es lo que pasa cuando Belén acepta irse a trabajar como mucama con cama adentro a una casa en un barrio cerrado, donde se desempeñará al servicio de una señora paqueta y un poco tilinga (dos características que en la realidad suelen maridar con bastante frecuencia) que vive con un hijo joven que tiene una carrera como tenista semiprofesional.
La película comienza con la entrevista laboral a la que asisten varias chicas, entre ellas Belén, y ahí mismo queda claro que ella no encaja del todo en el patrón social de las candidatas. “Ahora tengo tiempo”, responde cuando la mujer que realiza la entrevista en estricto off le hace notar que, según su currículum, hace tiempo no trabaja en el servicio doméstico y que la búsqueda está orientada a alguien que pueda ocupar el puesto de forma permanente y no de manera temporal. De ese breve diálogo se sirve el director para dejar entrever que quizá Belén sea una chica de clase media a la que la crisis ha empujado escaleras abajo, detalle que la convertiría en una especie de paria, tan extranjera en el mundo de sus patrones como en el de sus nuevos colegas de oficio. Con inteligencia la película no afirma ni niega: apenas presenta.
Belén debe educarse en las costumbres de su nuevo trabajo, que son las de sus patrones. Retraída, ella vive con incomodidad el vínculo con la posesiva dueña de casa y con su insoportable hijo Juani, especie de Gastón Gaudio de torneos intercountries que manifiesta dosis altas de resentimiento filial y violencia contenida. Hablar de ellos invariablemente lleva al elogio del elenco, integrado por actores provenientes sobre todo del teatro, capaces de moverse con comodidad entre los extremos de la tragedia y la farsa. Una primera mención para Iride Mockert, que anima a Belén con los recursos justos, haciendo que su transformación interna sea bien reconocible a partir de un lenguaje corporal tan minimalista como expresivo. Se trata además de su debut en cine. Andrea Strenitz carga con el papel de señora paqueta con el que provoca una mezcla de exasperación y pena. Su hijo Juani en cambio genera bronca y desprecio pero también gracia, en momentos de comedia siempre muy logrados. El papel está a cargo de Martin Shanly, quien además es uno de los guionistas de Los decentes y director de una de las mejores películas argentinas de los últimos años, la increíble Juana a los 12, en donde también realiza un impiadoso retrato de clase. A ellos se suma Mariano Sayavedra como un cándido guardia de seguridad enamorado de Belén.
El giro definitivo de la película se produce cuando Belén descubre que del otro lado del alambre perimetral del barrio privado vive una comunidad nudista. La curiosidad la empuja a vencer su timidez y de a poco se va colando en esa vida al otro lado, cuyas costumbres anacrónicas remiten invariablemente a los inicios del new age y el hipismo. Sólo un alambre electrificado separa a los habitantes del barrio privado, clásico exponente del menemismo, de esos vecinos volados, hedonistas y cultores del cuerpo. Se trata de los 90 contra los 70 y con inteligencia Valenta Rinner establece que el presente sea el campo de batalla en el que se enfrentarán. Belén se convierte en una pasajera en tránsito entre esos dos mundos ajenos que pronto la obligarán a tomar una decisión ética. Parcial y honesta, la película simplemente se dedica a seguirla y finalmente se queda del lado que ella elige, respetando su voluntad. Esa también es una decisión ética.