Da la impresión de que Alexander Payne (Entre copas, Las confesiones del Sr. Schmidt) nada más seguro cuando lo hace entre dos aguas. Entre los temas más graves y la trivialidad, entre la emotividad del melodrama y el desparpajo del humor negro, entre las libertades del cine independiente y las garantías comerciales del que se dirige a las mayorías. Será por eso que en sus películas suele importar más el tono que la historia y más lo que subyace tras la acción que la acción misma.
En esta obra en modo menor, ya que lidia con temas como la familia, la pérdida, la infidelidad o la paternidad, todo parte de una situación límite: Matt, un abogado perteneciente a la aristocracia hawaiana (desciende de los colonizadores y de la nobleza autóctona) tiene a su esposa en coma profundo y con pésimo pronóstico a raíz de un accidente náutico; se entera de que ella le ha sido infiel y estaba a punto de pedirle el divorcio; debe afrontar el cuidado de sus dos hijas (una de 10, otra de 17, ambas indóciles), y tiene que decidir, como apoderado de su extensa parentela, acerca de la venta de las tierras valiosísimas que el clan ha recibido como herencia.
Como se ve, en el paraíso hawaiano del protagonista -y él mismo lo dice en off cuando ofrece en el comienzo una suerte de informe de situación-, puede haber desgracia, tristeza y sufrimiento. Y las familias también pueden resquebrajarse hasta llegar a tal punto que parece imposible recomponerlas (Matt, por ejemplo, irá comprobando con el paso de los días que las tres mujeres que él ha desatendido para consagrarse a los negocios inmobiliarios son casi completamente extrañas). Con tal panorama y teniendo en cuenta que quien padece este trance posee el carisma infalible de George Clooney, la adhesión del espectador está asegurada. Cualquiera apostaría que las lágrimas son el siguiente paso.
Pero no. Por algo Payne es un especialista en transiciones, sabe combinar humor y drama, muchas veces en la misma escena, y aquí está muy atento a evitar cualquier desvío hacia lo lacrimógeno. El dolor, que cada uno experimenta de diverso modo, rara vez se manifiesta en palabras, pero está presente en los silencios y a veces se lo percibe detrás de la situación más banal o más risueña.
Aun con su tono aparentemente liviano y a ratos farsesco, el film puede alcanzar la emoción genuina, así como desarrollar, sin dispersarse y a partir del drama central, las múltiples circunstancias del presente de Matt: básicamente el vínculo con sus hijas, que está en continua evolución, y el revoltijo de sentimientos contradictorios hacia su mujer que se agitan en él tras enterarse de su infidelidad y tomar conciencia del inminente desenlace. También, en medida menor, la decisión respecto de la venta del legado familiar.
Aunque todo el relato gira en torno de Matt (George Clooney, en una labor colmada de sutilezas), el guión concede especial atención a los personajes secundarios, tan ricos en matices que algunos de ellos merecerían un film propio: la hija adolescente, admirablemente interpretada por Shailene Woodley; su noviecito, Nick Krause, a cargo de una de las escenas de humor más negro, o el primo ansioso por heredar que trae de regreso a Beau Bridges.
El título hace referencia a la relación padre-hijas, pero también al tema de la cuestión del territorio heredado, lo que conduce a un discurso en defensa del patrimonio natural, que suena un poco declamatorio y oportunista.