Hindiana Jonez y el delirio africano
El cinismo del título, del que muchos pueden entender que estoy endorsando el imperialismo yanqui a una producción nacional a la que estoy bastardeando, no es más que la representación de lo que pienso respecto a una película de aventuras bastante torpe que, en el intento de recargarse solemnemente con teorías atadas con alambres y especulaciones que se dan por certeras sin ningún atisbo de duda, terminan hundiendo más a un guión confuso, aburrido para sus casi 120 minutos y con algunas elecciones de dirección que sólo se pueden pensar como una isla de kitsch en el medio de un relato que en ningún momento pretende serlo -y sí, estoy aludiendo al climático y ridículo final-. ¿Rescatar algo?: la world music que atraviesa algunos segmentos, algunas panorámicas y unos pocos planos que demuestran que el director encuadra solventemente. El problema es que, con semejante guión, difícilmente se hubiera podido lograr algo mínimamente interesante.
Juan Palomino interpreta a un audaz antropólogo (Hermes) interesado en las culturas africanas y sus orígenes, pero mientras lleva una vida cotidiana tranquila comienza a verse empujado por cuestiones personales e intelectuales a cruzar el charco y conocer el origen de esas teorías. Esta sería una linda sinopsis de lo que pretende contar la película, pero lo cierto es que esos renglones no hacen justicia con lo mal que desbarranca el film más allá de su premisa basada en una investigación del antropólogo Marcel Griaule (1898 – 1956) sobre el pueblo dogón.
Lo primero que nos preguntaremos una vez termine la película será qué fue de la chica qom que queda aislada en el medio del relato (Ayelén, interpretada por Charo Bogarín), por qué el personaje de Hermes se queda encerrado en su estudio cuando puede llamar sin ningún problema -y lo hace, pero a su novia, quien lo recrimina absurdamente y corta- o por qué el personaje interpretado por Boy Olmi (Esteban, un egiptólogo) no hizo en su pasado lo que finalmente logra Hermes. La respuesta es simple: la película quiere contar -a la fuerza- un camino de descubrimiento interior de Hermes, llegando a Africa y logrando, al mismo tiempo, consumar aquello que ha investigado toda su vida. Este asunto lo sabremos desde los primeros minutos por la voz en off y las miradas “contemplativas” de Palomino, que parecen abandonar toda sutileza y remarcar este asunto constantemente. Una vez planteado este escenario, el guión de Pablo César se dirige a los altibajos personales del personaje como herramienta para que se decida a cruzar el Atlántico pero, y este es uno de los mayores problemas que tiene, los inconvenientes aparecen condensados y por momentos se torna absurdo que tanto el abandono de su novia como el fracaso en su obra ocurran casi al mismo tiempo.
Pero lo más llamativo e irónico es que en una película que lleve la palabra “agua” en el título, prácticamente nada fluya. Los encuadres y las búsquedas en algunos planos pueden ser acertados, pero el montaje es tosco y desprolijo, en particular en los diálogos. Y hablando de los diálogos, que en ningún momento suenan naturales, nos encontraremos también con el problema de que más allá de lo que se dice, cómo se llega a esa conversación es un absurdo aún más grande (y pienso inmediatamente en la charla entre Hermes y Esteban en el departamento). Las líneas “educativas” entre los dos personajes de origen africano resultan tan forzadas como la búsqueda interior de Hermes: de repente, sin motivo, veremos cómo Oko (Onésimo de Carvalho) recibe lecciones de historia sobre el genocidio de la población negra en Argentina en diálogos que se pretenden naturales o accidentales. Y aquí empieza a jugar también otro elemento: el pintoresquismo que la película retrata es prácticamente una maqueta viviente en funcionamiento. Me explico, en el momento en que Hermes aparece en escena en los primeros cinco minutos de película en el pueblo Qom la película necesita realzar esto, por lo tanto incluye a un pequeño grupo que comienza a cantar en primer plano (y estoy hablando de sonido, no de imagen). En Africa ocurre lo mismo, también cuando se acerca Hermes, en un momento en que se encuentra al lado de una de las cabañas y de repente vemos cómo pasa un grupito en fila india cantando. Por si fuera poco el plano permanece fijo esperando a que la procesión desaparezca del encuadre, remarcando en rojo algo que resulta bastante obvio: que Hermes está en Africa con poblaciones originarias y NO como turista (esa mala palabra). Cómo llega con un croquis bastante básico al pueblo que finalmente le señala Esteban, drogado con alguna sustancia que le permite ver el “camino” hasta la nave espacial (o lo que sea) debe estar entre los momentos más bizarros de la cinematografía nacional.
Por lo tanto, desconozco si fallido, bizarro, kitsch o simplemente malo, pero este film de Pablo César, que tiene además actuaciones poco convincentes en cualquiera de sus registros (Palomino a veces hace lo que puede y otras veces es superado por el material), está entre los peores estrenos nacionales del año.