"Los dos papas": la amistad menos pensada
La película es menos una biopic de Bergoglio antes de su asunción que un relato imaginario sobre su relación con Ratzinger.
Con una estrategia similar, aunque de aún menor escala, al lanzamiento reducido de El irlandés, llega a un puñado de salas el último largometraje del brasileño Fernando Meirelles, un proyecto por encargo ofrecido por Netflix en bandeja al director de Ciudad de Dios. Aunque lo parezca, Los dos papas no es tanto una biopic de Jorge Bergoglio antes de su asunción como Sumo Pontífice como un relato imaginario acerca de su relación con su antecesor en el trono, Joseph Ratzinger. Al guion de Anthony McCarten (La teoría del todo, Bohemian Rhapsody) no puede negársele una cuota moderada de ingenio a la hora de alternar temporalidades, aunque los viajes al pasado, gracias a una serie de flashbacks, están restringidos a la vida del primer papa argentino, eliminando de la ecuación los recuerdos de su par alemán. El núcleo dramático de la película, sin embargo, está centrado en un clásico duelo actoral entre Jonathan Pryce (Francisco) y Anthony Hopkins (Benedicto XVI), una serie de conversaciones –en estricto inglés con acento fabricado– que atraviesan cuestiones como la fe, el dogma, la culpa y el rol de la iglesia en el siglo XXI. Pero también acerca de los placeres de la vida, el fútbol (San Lorenzo, desde luego), el tango, la música y la comida.
Los dos papas abre con imágenes de la Villa 21, con el entonces cardenal dando un sermón ante los habitantes del lugar, días antes del fallecimiento de Juan Pablo II. Lo primero que llamará la atención del espectador argentino es la impecable pronunciación del español de Pryce. En realidad, el actor galés fue doblado en esos planos por una voz argentina, aunque esta no parece ser la de Juan Minujín, encargado de encarnar a Bergoglio en aquellas escenas que reconstruyen instancias puntuales de sus años mozos. El film salta rápidamente a la votación vaticana para elegir a un sucesor, momento en el cual comienza a apreciarse la meticulosa reconstrucción –en Cinecittà y por medios digitales– de las galerías, pasillos y naves de la Santa Sede. Habrá entonces un pequeño juego de alta política pontificia, aunque el relato nunca entrará de lleno en la descripción de los inevitables maquiavelismos, conjuras y traiciones inherentes a ese mundillo.
Esa amabilidad para con el mundo retratado regresará más tarde, cerca del final, cuando cuestiones sumamente delicadas como el rol de Ratzinger durante los años del nazismo y, en particular, las crecientes denuncias de casos de abuso en la Iglesia son comentadas al pasar y cubiertas con un manto de piadosa elipsis sonora. Relativamente ágil y sumamente profesional –en el sentido más normativo de la palabra–, Los dos papas avanza con clásicas placas superpuestas hasta el año 2012, cuando el pedido de Bergoglio de dejar su rol como cardenal se topa con otra demanda aún más inesperada. Poco importa si ese encuentro entre ambos hombres existió en la realidad. El jugo de la narración permite a los creadores imaginar el comienzo de una impensada amistad, a pesar de un enorme escollo: las miradas virtualmente opuestas sobre la religiosidad y el mundo en general. O tal vez, en la mejor tradición del buddy film, esa relación es posible precisamente porque existen tales diferencias.
Son más que evidentes los esfuerzos del guion por incluir elementos de humor en los diálogos entre las dos potencias, aunque más de un gag funcione al ciento por ciento (“¿qué himno está silbando?”, le pregunta Ratzinger a Bergoglio en un primer encuentro, en un baño del Vaticano. “Dancing Queen, de Abba”, es la respuesta, acompañada de la mirada impecablemente impertérrita de Pryce). Los dos papas es, en esencia, un divertimento que no pretende describir las más profundas capas del alma humana o los vericuetos de la estructura de poder del Vaticano. Ni siquiera el extenso flashback que recrea las polémicas posiciones de Bergoglio durante la última dictadura amaga con eclipsar el tono esencial del proyecto: un retrato amable, por momentos cercano a la hagiografía, de dos hombres complejos y contradictorios. Aunque, por momentos, el resto del film no lo acompañe, Jonathan Pryce se mete al personaje en el bolsillo y entrega una de esas performances ideales para su oscarización inmediata.