El director de Ciudad de Dios filma a dos grandes actores en la piel de dos grandes personajes actuales. Jonathan Pryce como Jorge Bergoglio y Anthony Hopkins como Joseph Ratzinger. El argentino liberal y progre, el alemán conservador. Que es Papa cuando convoca al futuro Francisco, en lo que será el preámbulo de un traspaso de poder, las bambalinas de la última fumata blanca del Vaticano. Es ese centro de poder, intrigante y secreto, visto en la intimidad (aunque el Vaticano no autorizó el rodaje) uno de los atractivos de la película, junto a sus dos intérpretes. Dos tipos muy distintos discutiendo sobre casi todo y, acaso, haciéndose amigos. Es mérito de ellos, y de los realizadores, que semejante propuesta, con aire de traducción al cine de una obra de teatro, sea atractiva, entretenida durante dos horas. En sus miradas, sus silencios, sus peleas, hay gracia y encanto, aunque algunos de los muchos temas de debate parecen soslayados (los abusos en la Iglesia, sin ir más lejos). Funcionan menos, en cambio, los flashbacks que, sobre todo en la primera parte, dan cuenta del pasado de Bergoglio. En la Argentina, en blanco y negro, aparecen más como inserts de una biopic para apuntalar la mirada elegíaca hacia el Papa Francisco que tiene la película. Una que, sin embargo, hace bien en no omitir la discusión en torno de su papel en la dictadura.