La cadena internacional de streaming Netflix suma a su catálogo una de las novedades más relevantes de la temporada cinematográfica 2019. Luego de adueñarse de algunos de los títulos más inquietantes y atractivos de cara a la próxima temporada de premios, la empresa americana continúa ganando en calidad y diversidad de estrenos, tal como las reglas de mercado y sus cánones competitivos exigen.
Primero fue “El Irlandés” (Martin Scorsese), después “Historia de un Matrimonio” (Noah Baumbach). Ahora es el turno de “Los dos Papas”, una película de eminente actualidad y connotación mundial, con el aditamento extra de que, como argentinos, nos involucra profundamente. Puertas adentro del Vaticano se dirime el futuro de la Iglesia Católica, también su legado entrado el tercer milenio. Esta interesante propuesta que pasó por los cines locales de forma selecta retoma un hecho histórico para realizar un interesante nexo ficcional y brindar así cierta perspectiva sobre un hecho polémico: el escándalo de corrupción infantil que sacudió a la Iglesia en 2012 y la decisión del papa Benedicto XVI de dirimir de su puesto de obispo de Roma.
Fernando Meirelles es un destacado cineasta carioca, internacionalmente conocido en el año 2002 gracias a la valiente y comprometida “Ciudad de Dios”. Tres años después, haría su transición al cine de habla inglesa con la valiosa adaptación de la novela de John Le Carré “El Jardinero Fiel”. No obstante, la carrera de Meirelles no es necesariamente prolífica. Este es apenas su cuarto largometraje desde aquella lejana gesta que testimoniaba la vida en las favelas de Río de Janeiro. Aquí, une fuerzas con la todopoderosa cadena de streaming para abordar un proyecto en coproducción que promete convertirse en una de las grandes películas laureadas de la presente temporada.
“Los dos Papas” resulta una propuesta cinematográfica encomiable que funciona en varios aspectos, con idéntica eficiencia. Nos exhibe las flaquezas, mezquindades y negociados que se tejen tras la poderosa maquinaria eclesiástica. Burocracia y corrección política a la orden cuando se trata de cuidar la inmaculada imagen, a riesgo de ser manchada por acusaciones de grave calibre o de poner en peligro sus arcaicas y conservadoras estructuras morales: se emitirá juicio en contra de la libre elección sexual y se intentará esconder, por todos los medios, cualquier denuncia sobre acoso y abuso infantil. Este legado es el que hereda Joseph Ratzinger a la muerte de Juan Pablo II. El nativo de Alemania asumió su papado en 2005, bajo una férrea postura acerca de los valores tradicionales de la Iglesia Católica, esos que definen la integridad ética y siembran las dudas sobre la capacidad de autocrítica y evolución intelectual de la misma, a la hora de abrir un juicio de valor sobre la orden religiosa más populosa del mundo. También la más cuestionada: sus detractores vierten contundentes críticas sobre los responsables de sostener, por siglos, anquilosadas estructuras de dudosa naturaleza moral, amparadas en sucios entramados sobre los que se dispone un sistema de poder con nula capacidad de autocrítica, construyendo altares y tronos alrededor del mundo al tiempo que sus férreos axiomas de fe asfixian al alma humana. .
El film se sustenta en dos frentes narrativos fundamentales. El encuentro cumbre entre el futuro Papa saliente (Joseph Ratzinger) y su futuro sucesor (Jorge Bergoglio), ocurrido en un castillo de descanso que el primero poseía en las afueras del Vaticano. Allí, lejos del ruido y en un bucólico entorno, sendas y contrarias personalidades chocarán ideológicamente, enfrentando creencias, dogmas y posturas políticas que consolidan miradas sobre lo que cada uno considera como ‘respeto’ al legado de San Pedro y ‘obediencia’ a la voluntad divina. Enfrentados por una causa común, percibimos la rigidez inquebrantable teutona del Papa vigente, también la viveza criolla y bohnomía del futuro Papa Francisco (acaso su denominación guarda una alegoría histórica llamativa). Allí, Meirelles posa la cámara sobre sus dos inmensos actores y los deja interpretar tan profundos y opuestos roles. Uno es ortodoxo y tildado de extremista, el otro desborda simpleza y aborrece la solemnidad.
Durante este lapso del metraje, “Los dos Papas” gana en intensidad de forma conmovedora. Hopkins y Pryce están gigantes y el director carioca los aprovecha, otorgándoles planos para el regocijo de todo cinéfilos. Sendos actores británicos aprovechan brillantes parlamentos para dotar de exquisitez y precisión dos magníficas composiciones. Para Sir Anthony Hopkins este rol resulta (sin apelar al doble sentido) una absoluta bendición. Rescata una carrera cinematográfica sumida en el olvido producto de elección de papeles mediocres; acaso su último gran rol en pantalla fue interpretando nada menos que a Alfred Hitchcock, en la biopic estrenada en 2012. Para Jonathan Pryce, un actor shakesperiano por antonomasia, este protagónico respalda los elogios que recibiera por la reciente “La Buena Esposa” (2018), interpretando al Papa argentino con un admirable grado de mimetización, apreciable en gestos, miradas y un probado trabajo de maquillaje y caracterización.
El otro frente narrativo que resulta igualmente provechoso es la alteración temporal a la que recurre. El film se narra mediante un montaje paralelo, que va y viene en el tiempo con sucesivos flashbacks que sirven para mostrarnos la juventud del cura Bergoglio, su primera revelación divina disipando las dudas existenciales de su juventud, su elogiable labor en barrios carenciados y su conflictiva participación en la Iglesia durante la última dictadura militar. Aquí se inserta, con la solvencia habitual que acostumbra, el actor argentino Juan Minujín, para encarnar al joven Jorge en su inserción social (provenía de una familia de clase media, profesional), y así transmitir la búsqueda de la vocación sacerdotal (confrontando la autenticidad de un amor adolescente), las heridas emocionales luego sufridas (la pérdida de amigos desaparecidos durante la dictadura), los traumas psicológicos ocasionados por su rol durante el nefasto gobierno militar (por la película desfilan seres desagradables que detentaron el poder) y la exposición mediática acaecida al respecto (impactando notoriamente en su imagen pública -aún confirmando leyendas falsas sobre ciertos acontecimientos- que trazarán una huella indeleble sobre su ser.
Cuarenta años después y de regreso al presente, el padre Jorge vuelve a enfrentarse al llamado del sacerdocio, la excusa de un retiro prematuro, proveyendo la encrucijada fundamental que lo lleva a confrontar su dilema. Este cruce de caminos existencial lo unirá en fraternal necesidad de respuestas junto a un debilitado Papa (Benedicto), quien siente que sus días al frente de la Iglesia (y por el bien de ella) han terminado. Eludiendo los lugares comunes más esperados para este tipo de propuestas narrativas, la extraña pareja compartirá (aún proviniendo de idiosincrasias opuestas) más de lo que se imaginan. La fe y la mano de Dios (la otra) hará el resto.
Meirelles, hábil, insertará diálogos y situaciones ficticias (no adelantaremos que es y no verídico, a fin de no develar detalles pertinentes) con el fin de enriquecer la propuesta. Tan colorida, que incorpora el vistoso paisaje del barrio de La Boca contemporáneo, también estampa en blanco y negro los aires de cafetín de la Buenos Aires de mediados de siglo. El vistoso ejercicio del cineasta también se traslada a los gustos gastronómicos y musicales de ambos Papas, haciendo especial mención a lo último. Del tango a The Beatles (Eleanor, who?)…de una bella melodía al piano a un disco de música litúrgica grabado en los mismísimos Abbey Road Studios. Parte de la ficción, parte del encanto, parte de la vida.
A pesar de Ratzinger ser encarnado por un actor de presencia magnética como el eterno Hopkins, no caben dudas que la figura del Papa argentino (en conmovedor retrato) se convierte en el centro sobre el cual orbita el relato. Y en su ir y venir temporal es el fascinante duelo actoral mencionado el que eleva al film a un nivel superior, sin desmerecer los pormenores de una trama que no deja cabos sueltos ni persigue la corrección política. La provocativa lente del brasileño se adentra en los laberínticos pasillos del vaticano, convidándonos del buen gusto estético que decora en sus paredes enormes murales de geniales artistas plásticos, no obstante estas preciadas piezas de la historia del arte funcionan como vital simbolismo: ¿y si esas paredes hablaran?
El protocolo ineludible y la rispidez mostrada de antemano dará paso a la empatía y la camaradería, confluyendo en una emotiva media hora final. Descontracturados, ajenos a ceremonias, rituales y parafernalias propias de la creencia a la que entregaron sus vidas, otra pasión de multitudes (eterno objeto de encuentro o discusión) podía reunirlos. ¿Se imaginan cuál? ¿Qué otra cosa podrían estar haciendo un argentino y un alemán una tarde veraniega europea de 2014?