Veamos. Un brasileño filma en castellano, latín, italiano e inglés la historia de un Papa argentino, que interpreta un galés, y un Papa alemán, que encarna otro actor galés, sobre un guión de un neozelandés (Anthony McCarten, el de Bohemian Rhapsody) para una plataforma… internacional.
Porque este jueves se estrena Los dos Papas, de Fernando Meirelles, con Jonathan Pryce (72 años) y Anthony Hopkins (81), y el 20 de diciembre Netflix ya la subirá a su plataforma de streaming.
La película del mismo director de Ciudad de Dios y El jardinero fiel pivotea constantemente en el juego de los opuestos. Ratzinger, o Benedicto XVI, es conservador, defensor del Dogma y de la Doctrina de la fe. Bergoglio o Francisco viene a romper mucho de lo establecido, reniega y renuncia a todos los lujos. Conviven, sabemos, porque uno renunció al pontificado de la Iglesia Católica, y el otro fue electo por los cardenales. Uno es pintado casi como un troglodita, un retrógrado, o con salidas y respuestas infantiles, el otro es locuaz, popular y abierto.
Aunque en lo que están de acuerdo es en enfrentarse al aborto y al matrimonio entre homosexuales ("el plan del Diablo”), y hasta comparten una pizza y un par de naranjas Fanta.
Los dos Papas, en verdad, trata más sobre el argentino. Será por cuestión de carisma, afinidad o porque lo vieron como un personaje más fácil de generar empatía con el espectador, lo cierto es que conocemos a Jorge Bergoglio de joven (lo interpreta un correcto y convincente Juan Minujín) y de adulto, en su vida diaria y sencilla, y aprendemos cómo dejó el amor de una chica para dedicarse a Dios.
Y, para aquellos que piensan que la película fue financiada por el Vaticano, no le escapa a la etapa de la dictadura militar en la que Bergoglio salvó vidas, sí, pero le dio la comunión a Jorge Rafael Videla en su casa, y hay que ver cómo se banca que otros curas de la Villa 21 le digan “¿Hasta cuándo te vas a quedar callado?”.
Son esos momentos, y no solamente para el público argentino, los más álgidos, e intensos, donde el filme abandona el tono afable y se torna dramático, con los vuelos de la muerte, la aparición de Astiz, la represión y el secuestro de curas y civiles. Y allí Benedicto, que era como un dinosaurio y todo lo que opinaba parecía provenir de un necio, se vuelve lúcido y más que aleccionar, contiene a su par.
También se habla de los abusos de curas a menores, de pecadores y víctimas, todo en los jardines o habitaciones de la residencia papal de verano en Castel Gandolfo.
Pero luego Los dos Papas retoma la senda del relato amigable, con Francisco y Benedicto viendo la final de la Copa del Mundo 2014 frente a un televisor, o bailoteando tango, tarareando Dancing Queen, de Abba.
Y es que cuando los personajes no largan frases célebres, armadas y grandilocuentes, como en la primera media hora, y Pryce y Hopkins salen a actuar y mostrar todo lo que pueden tener debajo de la sotana -cuando Meirelles no los encorseta-, sin salirse del libreto la relación es más fluida y hasta pareciera sincera. Con los conflictos espirituales, y por supuesto morales.
Los cónclaves en los que se eligieron a ambos Papas no podían no estar, y están. Hay una muy buena reconstrucción de época, tanto en Buenos Aires como en lo que sería el Vaticano, y un par de errores (“vea cómo juega Vilas”, se dice, y se ve a un tenista sacando con la mano derecha cuando el marplatense es zurdo, o hacen referencia a una Copa del mundo, y los años en el diálogo no dan). Pero eso sería ver más allá de lo que pretende Los dos Papas, entre rituales y progresismo.