Clase social y deseo
Filmada con una decantación que no parece de debutantes, lo que da su ambigüedad a Los dueños es el manejo del punto de vista, que funciona por superposición de opuestos.
El cine argentino es lo suficientemente vasto y extendido como para dar lugar a esta clase de abruptas irrupciones. De pronto, dos realizadores locales sin antecedentes filman la primera película realizada en Tucumán en treinta años y llegan a la Semana de la Crítica de Cannes, donde terminan ganando una mención. Vale aclarar que ese proceso contó con el respaldo del Incaa y la productora Rizoma, cuyo compromiso con el cine independiente de calidad puede verificarse desde Los guantes mágicos hasta Un mundo misterioso, pasando por Whisky y El custodio, entre muchas otras. Con seis obras teatrales a dúo en su haber, Ezequiel Radusky y Agustín Toscano (nacidos en 1981) son los realizadores y guionistas de Los dueños. En su abordaje sesgado y provocador del choque de clases en provincias, la ópera prima de Radusky-Toscano conecta, de distintas maneras, con una saga que lleva de La ciénaga a la reciente Deshora, presentada en Berlín 2013, apenas tres meses antes que Los dueños en Cannes.
Como en ambas (sobre todo en Deshora), el deseo se cruza aquí con la pertenencia de clase, haciendo cortocircuito. Deseo que Radusky y Toscano mantienen de entrada bien escondido y van haciendo asomar de a poco e indefectiblemente (de modo semejante a lo que sucede en Atlántida, film cordobés que viene de presentarse en Berlín y el Bafici). Deseo escondido detrás del rostro de piedra de Pía, la ingeniera (Rosario Bléfari, en su segundo protagónico después de Silvia Prieto), que viene desde Buenos Aires para asistir a un casamiento. Su llegada a la vieja casa familiar produce un revuelo: al oír el motor del auto, dos hombres y una mujer, que dormían en la habitación matrimonial, se visten, acomodan todo a las disparadas y salen corriendo.
¿Quiénes son los intrusos? Ruben (el omnipresente Germán de Silva, protagonista de Las acacias), Sergio (Sergio Prina) y Alicia (Liliana Juárez), que desempeñan tareas varias al servicio de la familia. Incluyendo las del campo: los propietarios son dueños de un número considerable de piezas de ganado. Como los dueños no suelen estar (el patriarca vive en otra parte con su nueva novia yanqui, las hijas tampoco residen allí regularmente), esta familia alternativa aprovecha para hacer de okupas y tomar y comer todo lo que pueden. Pero es Pía quien marca el tono y la narración de Los dueños. A la medida de su gélido distanciamiento parece diseñada la planificación, hecha de tomas de duración media a larga, generalmente en plano americano, que permite un registro “ni de tan lejos ni de tan cerca”. La luz es pareja y difusa, como el propio rostro de Pía, a quien Ruben y los otros llaman despectivamente “la porteña”. En su seca altanería, ese rostro no deja pasar ninguna emoción.
El trato con los trabajadores recuerda el de una gran dama con su séquito (Los dueños podría trasladarse sin modificaciones a la India colonial, por ejemplo) y hasta en la falta de música podría adivinarse una trasposición del espíritu de esta mujer pálida, huesuda y melancólica. Casi mortuoria. Sobre todo, por oposición a Ruben y Sergio, que muy al modo provinciano no dejan de meter de soslayo comentarios pícaros e intencionados, mientras continúan, como si nada, con sus “tomas” de la casa, cada vez que los dueños la abandonan por un día o medio. Pero ojo, que el de Pía es uno de esos casos en los que la procesión va por dentro. Procesión sexual, in crescendo y hasta el borde mismo de los límites de clase. Que si no se franquean no es precisamente por ella.
Filmada con una decantación que no parece de debutantes (otro punto en común no sólo con Deshora y Atlántida, sino con otras películas argentinas de ahora mismo, como Juana a los 12 e Historia del miedo), lo que da una particular ambigüedad a Los dueños es el manejo del punto de vista, que funciona por superposición de opuestos. La película parecería mirar el mundo a través de los ojos de “la dueña” y, a la vez, a ella desde los de su personal, logrando sostenerse, de una punta a otra, en ese incómodo punto de sordo equilibrio. Salvo al final, cuando el guión parece apuntar a un desmadre al que la puesta no termina de entregarse, manteniéndose estable cuando debería ser al contrario. Más allá de esa inadecuación final, Los dueños representa, como todas las óperas primas aludidas aquí, una ratificación de que el futuro del cine argentino pinta sólido en su zona media. Esa que busca lugar propio entre la vanguardia y el mainstream.