Llegaron del espacio exterior
El director de Los elegidos se dedica a sacar partido de una zona particular del cine industrial: película chicas, no muy caras, películas de terror centradas en la familia americana, la que vive en los suburbios y espera una vida que no llega. Los elegidos es esa clase de película en la que las familias no son felices. Cuando el joven matrimonio está en la cama al final del día, con el hijo adolescente y el más chico durmiendo en una noche tranquila de primavera, la mujer mira con atención unas planillas (trabaja en una inmobiliaria) y el hombre las tironea sin mucha convicción, sugiriendo tímidamente que está deseando pasar a otra cosa. La respuesta de ella, que ni siquiera se digna a mirarlo, es lapidaria: “Pará, que tengo que terminar esto. Sabés perfectamente cuánto lo necesitamos”. Pocas veces un gesto mínimo, y una línea de diálogo, funcionaron con tanta contundencia para señalar que se está ante una especie de abismo: como siempre en el cine de los Estados Unidos, la puesta en duda de la capacidad del hombre para “hacerse cargo” –extiéndase la expresión todo lo que se quiera– abre la puerta a la posibilidad del caos. El director y guionista Scott Stewart hace una película acerca de un grupo familiar acosado por las fuerzas del Mal. Un poco como La noche del demonio pero cambiando esta vez demonio por extraterrestres. El resultado es sorprendente, de un modo modesto y genuino, y también, hay que apresurarse a decirlo, aterrador. Los elegidos toca por momentos una cuerda indie que le sienta bien a su paisaje desoladoramente suburbano, ese lugar donde la apariencia de bienestar cede ante la sospecha de un horror indecible –los planos sueltos de los faroles de alumbrado público brillando en la noche, que parecen contener una carga amenazante y misteriosa, las caminatas del hijo adolescente por las calles desiertas, la idea del sexo como una fuerza potencialmente peligrosa– y combina todo eso con los rudimentos seriados del género “familia en peligro”. Stewart se revela pronto como un artesano competente e ingenioso, experto en escenas punzantes como la descripta al principio. Es decir, en hacer del miedo un virus, que se nos mete en el cuerpo sin que nos demos cuenta, y para cuando lo hacemos ya es tarde. Cada escena marca un círculo más que se cierra sobre los protagonistas. La mujer no puede controlar su cuerpo y cuando está mostrando una casa entra en estado catatónico, justo antes de empezar a golpearse la cabeza contra la ventana. Los vecinos de toda la vida le dan la espalda a esa familia que atrae misteriosamente una lluvia de pájaros que van a estrellarse contra la casa. Como explica un experto al que la mujer encuentra en internet (la mujer debe llevar las riendas también en ese campo, ante la reticencia del marido, que insiste en que debe haber alguna explicación “racional”): “Sabemos que están entre nosotros, pero no sabemos cuándo atacan ni por qué. Tampoco por qué motivo eligen a tal o cual persona como víctima. En definitiva, estamos más o menos jodidos”. ¿Es una cuota de humor desencantado eso, una aceptación resignada y definitiva del comportamiento azaroso del cosmos? Pero que estemos rodeados, aclara el hombre, no quiere decir que no haya que pelear: “Siempre hay alguna posibilidad de triunfo”. Los elegidos obliga a sus personajes a luchar hasta el último aliento; el padre compra una escopeta y un perro guardián: luchan como si tuvieran enfrente un animal salvaje y no una sombra que hace saltar las alarmas pero pasa sin dificultad a través de las paredes (los aliens son acá unos humanoides flacos y negros, parecidos a ese que irrumpía en una fiesta de cumpleaños en Señales) y se apoderan de a poco de la voluntad de los personajes.
La angustia corroe el alma. Como en la cita de Arthur C. Clarke que abre la película, hay que decidir qué es peor: si saber que estamos solos o comprobar, de pronto, acaso de la peor manera imaginable, que no lo estamos. La precariedad laboral del principio ofrece un marco del que el director no abusa para forzar la metáfora de una familia en caída libre. El sentimiento de amargura que destila la comprobación del estado de inconsistencia de la vida es, de todos modos, terminal. Como no hay demonios a la vista, no hay tampoco exorcismos que probar para defendernos.