UNA HERIDA ABSURDA
Martin McDonagh es un tipo inteligente. Demasiado inteligente. Del tipo de inteligencia que, en exceso, puede ponerlo a uno varios centímetros por encima de los demás. De hecho la mayoría de sus películas padecen de esa soberbia intelectual que las hace demasiado cínicas y superadas, creídas de sí. No deja ser, en todo caso, el karma de los guionistas convertidos directores y demasiado enamorados de sus palabras y de manipular a sus personajes como dioses rencorosos. Pero en Los espíritus de la isla, McDonagh parece haber encontrado el tono adecuado y los intérpretes perfectos para que su apuesta, que sí tiene una fuerte presencia del texto, no anule lo cinematográfico. Colin Farrell y Brendan Gleeson son dos bestias de la pantalla, impecablemente acompañados por Kerry Condon, pivoteando entre los deseos de ambos personajes.
Ambientada en las primeras décadas del siglo pasado en un pueblito de Irlanda, el punto de partida es sumamente absurdo: Uno de los personajes, en busca de silencio y una experiencia existencial, le deja de hablar al otro, que era su mejor amigo. Así, de golpe, sin mediar explicación. En primera instancia, la película avanza como una comedia extraña, de atmósfera enrarecida, que juega con los tópicos del cine de época, y con dos personajes que se atacan verbalmente y se van tanteando como en un juego del gato y el ratón. Claro que la cosa escala y se pone espesa, de una negrura realmente trágica. Pero lo inusitado, lo realmente significativo de la película, es que McDonagh se hace una pregunta atípica para un autor de un estilo que bordea la misantropía: ¿Qué significa ser una buena persona? ¿Cómo uno mantiene la bondad como forma de vida cuando el mundo parece indicarnos todo lo contrario? Ese es el dilema de Pádraic (Farrell), quien es tomado un poco como el tonto del pueblo, quien entra en duda respecto del sistema de valores con el cual se conduce. Y ahí, cuando haga el clic, comenzará una disputa dialéctica con Colm (Gleeson), que será atravesada con una violencia tan peculiar como el humor de esta película notablemente escrita por McDonagh.
Claro que el autor no pude evitar la tentación de lo simbólico, de sacar del terreno de la metáfora todo lo sugerente hasta secar todo y expresarlo en los términos de la alegoría. En el último acto, la película se colma de simbolismos religiosos y políticos (tal vez sean la misma cosa), simbolismos que posiblemente estuvieran presentes desde el vamos pero que quedaban en segundo lugar detrás del humor y el tono absurdo. Es probable también que McDonagh no encontrara la forma de salir del embrollo y buscara en el desenlace algo más pragmático (esta es, en definitiva, una película sobre la diferencia entre hermanos y sobre lo terrible de la guerra) que le diera a su película un sentido. La diferencia con otras películas (incluso suyas, como 3 anuncios por un crimen) es que aquí esa búsqueda -si se quiere- más trascendente no termina por limitar el alcance de unos personajes perfectos y de un mundo excéntrico, de un espesor que nos termina trasladando a un tiempo y un espacio diseñado con precisión y belleza. Tiempo y espacio, por otra parte, que es el de un cine alejado de ciertas fórmulas actuales, y que nos invita a habitarlo como pocas películas en el presente.