En el cine de Spielberg suelen confluir lo divertido y lo almibarado, lo encantador y lo conservador. Este retrato familiar con pibe apasionado por el cine incluido (suma de recuerdos del propio Spielberg, según parece) responde a fórmulas que el director de Tiburón (1975) conoce muy bien, realizado con todo su oficio y las limitaciones que las mismas le imponen. Por eso, internarse en la infancia y adolescencia de Sammy Fabelman resulta tan grato como inocuo. A lo largo de dos horas y media, y aunque no falten conflictos, todo es tan benigno y dulzón como simple, a veces redundante: si Sammy niño (Mateo Zoryan) se deslumbra ante una proyección cinematográfica, sus ojos parecen bolitas brillosas; los momentos en que alguien sufre o muere son subrayados por música sentimental; los compañeros de colegio de Sammy adolescente (Gabriel Labelle) sobreactúan sus modales cancheros; el tío excéntrico (Judd Hirsch) dispara previsiblemente chistes y consejos; la habitación de la noviecita católica (Chloe East) rebosa de posters de Jesús; y así podría continuarse. Las viñetas de la vida de Sammy, en definitiva, repiten esa especie de postas que acompañan el crecimiento del estadounidense promedio (el baile de egresados, el ingreso a la universidad, el auto, la búsqueda de éxito y dinero).
Si algo saca a Los Fabelman de sus convencionalismos es el personaje de la madre, a quien le gusta la música, baila, sus pequeñas hijas le reprochan que se le transparenta el vestido sin que a ella le importe, y hasta esconde un secreto que termina poniendo en jaque la felicidad familiar. Michelle Williams (que sufre tanto como en La isla siniestra, Wendy y Lucy, Manchester junto al mar y otras) logra imponerle ambigüedad a su Mitzi Fabelman: no se sabe a ciencia cierta si desvaría o lucha por su felicidad, o ambas cosas a la vez, mientras sus lágrimas y sonrisas se confunden, por lo cual termina siendo lo menos predecible del film. Esto al margen de algunas secuencias indiscutiblemente efectivas, como la de la fascinación del chico al ver el choque de trenes de El espectáculo más grande del mundo (1952, Cecil B. de Mille) –con la consecuencia de querer imitarlo con un tren de juguete– o la manera en la que, años después, descubre el secreto de su madre. El diálogo final es también un guiño simpático para los cinéfilos.