Nadie puede hacer una biografía de Steven Spielberg salvo Steven Spielberg, porque la única manera es que sea una película de/a lo/con el estilo de Spielberg. Y aunque en los años 80, como productor, “contagió” muchos de sus modos a una generación de cineastas, el hombre sigue siendo único.
Con ficción interpuesta y artificio evidente, narra en “Los Fabelman” la historia no solo de su familia sino de cómo le hubiera gustado que se resolviera el trauma familiar central en ella. Trauma descubierto y luego resuelto por el cine, por el arte cinematográfico que Sammy Fabelman va descubriendo poco a poco, pero sin detenerse nunca.
Spielberg entiende, de paso, algo fundamental: no hay biografía que valga la pena solo como exhibición o ilustración de una vida. Para que una película sea una película, para que sea parte de un arte, requiere ser mucho más que eso, plantearse al menos una pregunta y arriesgar una respuesta.
La pregunta aquí no es “qué es el cine” sino dónde y por qué el arte (el cine en este caso) se interseca con la vida. La respuesta es la expresión de un deseo. La última secuencia -donde brilla nada menos que David Lynch- desemboca en el plano más agradecido que un realizador haya hecho jamás. Y es, también, una respuesta “spielberguiana” a la pregunta: la vida, en su caso, es el cine.