“Lo raro para mí es que no creía la verdad que me decían mis ojos. Solo creía lo que me decía la película. Y eso se convirtió en mi verdad para muchas cosas. Si la película me dijera la verdad creería que es un hecho”. Al hablar de Los Fabelman, Steven Spielberg nos dice una vez más, por si alguien todavía no lo sabe, que la única religión en la que cree de verdad es la del cine. Y lo afirma haciendo propia la clásica frase de Un tiro en la noche: “Esto es el Oeste, señor. Cuando la leyenda se convierte en hecho, imprima la leyenda”.
La leyenda, en el caso de Los Fabelman, es nada menos que la propia memoria personal que Spielberg, a los 75 años, revela de un modo que se parece mucho menos a un testamento que a una especie de expiación. De sus sabias manos nace un relato disfrutable como entretenimiento y lleno de poesía cada vez que regresa al lugar en el que se siente más seguro y protegido: el refugio familiar.
La vida de Spielberg no es otra cosa que un aprendizaje constante e incansable de lo que significa el cine como arte y entretenimiento. Así lo sugiere el documental en clave de biografía autorizada que lleva su apellido como título, disponible en HBO Max. Allí cuenta otra parte esencial de su propia historia personal: a los 16 años quiso abandonar su sueño de ser director después de ver Lawrence de Arabia y sentir que no estaba a la altura. Hasta que se convenció que las grandes películas empiezan y terminan con una única y decisiva pregunta: ¿quién soy yo?
El “otro yo” de Spielberg se llama Sam Fabelman. En la primera escena de esta película tiene apenas ocho años y está por entrar por primera vez en un cine. Le impresiona la sola idea de ver “personas gigantes” en la pantalla y encontrarse con sueños que pueden darle mucho más miedo que placer. Su padre, un hombre de ciencia (Paul Dano, extraordinario), trata de explicarle todo desde la razón, y su madre (la conmovedora Michelle Williams), una concertista de piano que dejó los anhelos de fama para consagrarse a su familia, lo persuade con palabras más cercanas a la emoción y a la magia.
Lo primero que el pequeño Sammy observa en la pantalla le dejará una marca de por vida. Es la escena del choque de trenes de El espectáculo más grande del mundo, de Cecil B. DeMille. Todo lo que aparecerá a partir de ese momento en este bello, catártico, emocionante, divertido e irresistible cuento (una fábula con los pies y la cabeza bien afirmados en la realidad) tendrá esa impronta. Las sencillas películas caseras surgidas de la imaginación de Sammy, las vivencias familiares de las que es testigo y protagonista y los distintos planos de su educación, la formal y la sentimental, poseen esa grandeza.
Primero, porque son los recuerdos más poderosos de una década decisiva (de 1952 a 1964) en la formación del joven Sammy, o el joven Spielberg, que es lo mismo. Y segundo, porque adquieren sentido y se engrandecen todavía más cuando interpelan a un espectador que el Spielberg director imagina curioso, comprometido y atento al detalle. En el fondo, lo que quiere es que en algún momento quienes vemos la película nos preguntemos, como él, dos cosas: qué nos pasa cuando sentimos que la vida es mucho más complicada de lo que imaginamos, cuáles son los misteriosos mecanismos que ponen en juego una tensión entre familia y arte que puede durar toda la vida. Aquí está, nos dice Spielberg, la pregunta más importante de todas, expuesta en una breve y memorable escena concebida para el lucimiento de Judd Hirsch.
A Sammy (interpretado con genuina pureza desde la adolescencia por Gabriel LaBelle) lo vemos cada vez más deslumbrado por el cine, aprendiendo de a poco a narrar y a montar películas. Mientras tanto se enfrenta por primera vez al antisemitismo y sobre todo descubre una verdad inesperada que desgarra a su familia y lo lleva siempre a ponerse del lado de su amorosa e inestable madre.
La leyenda empieza a imprimirse en múltiples pantallas (la real, la simbólica, la que se multiplicará en el futuro) cuando Sammy llegue finalmente a Los Angeles (a su Oeste) y se sienta más seguro que nunca sobre su destino tras un revelador encuentro dentro de un estudio de cine. No se habla en Los Fabelman de Lawrence de Arabia y tampoco hay huellas de la complicada historia política y social de Estados Unidos en esa década. Spielberg nunca eludió el compromiso con la realidad en sus películas, pero aquí nos cuenta otra cosa. Y lo hace a partir de la pregunta que lo convirtió en director: ¿quién soy yo?