La infancia ocupa un lugar de privilegio en las películas de Steven Spielberg. En algunos casos de forma directa, con niños protagonistas y conflictos familiares en primer plano, como en E.T.: El extraterreste o El imperio del sol; en otros, como una fuente inspiración, plasmando intereses que el director cultiva desde que era chico, como son los films de Indiana Jones y casi todos sus acercamientos a la ciencia ficción.
Sin embargo, hasta ahora, Spielberg no había dedicado una película a contar la historia de su propia infancia y adolescencia. Los Fabelmans tienen un apellido distinto al del director, pero no hay ninguna intención de esconder que estos personajes de ficción están moldeados en base a su propia familia y que Sammy Fabelman es su alter ego.
La nueva película de Spielberg es una mirada honesta a las tribulaciones y alegrías con las que creció, pero mediada por un filtro de fábula. Tiene la lógica de los recuerdos de la propia vida, en donde el dolor por un hecho del pasado puede sentirse igual de punzante muchos años después y aún así estar teñido por la melancolía que genera esa época perdida y las personas que la vivieron junto a uno. Es una combinación extremadamente difícil de plasmar en la pantalla. Una jugada arriesgada y ambiciosa, con muchas posibilidades de fracasar… al menos que detrás de eso esté Spielberg.
Hay algo casi tonto y repetitivo en admirar la puesta en escena de uno de los cineastas contemporáneos más importantes. Pero la verdad es que Spielberg logra despertar esa admiración una y otra vez; dejando al espectador con la boca abierta como la primera vez que vio Tiburón, Encuentros cercanos del tercer tipo, Jurassic Park o Rescatando al soldado Ryan. Con Amor sin barreras demostró que podía hacer una película musical sobresaliente y un año después presenta un film íntimo y personal, con el mismo grado de sofisticación estética. Cada elección de plano y sus elementos, cada movimiento de cámara (esos acercamientos hasta un primer plano que tanto le gustan), el ritmo del montaje: todo tiene un sentido narrativo claro y busca una reacción del público, que por supuesto siempre consigue.
Spielberg volvió a convocar a varios de sus colaboradores habituales, entre ellos el compositor John Williams y el director de fotografía Janusz Kaminski, cuyos trabajos son clave en la construcción de una consistencia en su obra, aún con la diversidad de sus exploraciones temáticas y de géneros.
Tony Kushner tuvo la complicada tarea de escribir el guion sobre la propia vida de Spielberg junto con el director. El talentoso guionista de Lincoln y Amor sin barreras parece haber sido la elección acertada como mediador entre el recuerdo y las necesidades narrativas para convertirlo en una película. Es en especial destacable la forma en la que los guionistas manejan los cambios de tono, que van desde el humor desatado al drama familiar. Esos cambios se producen de una forma orgánica, dictados por la construcción precisa del punto de vista de Sammy, en constante transformación a medida que va creciendo y que ese idílico mundo familiar se va descubriendo como más complicado de lo que aparenta, aunque siempre amoroso.
El amor es un tema central de la película, desde el familiar hasta el romántico y ese siempre demandante que es la pasión por el cine. Cada uno de los personajes tiene que lidiar con la forma en la que sus sentimientos y los de los otros confluyen o chocan. Los distintos tipos de amor compiten entre sí y también se retroalimentan. En Los Fabelman queda claro que Spielberg creció rodeado de amor, aun en momentos difíciles como el final del matrimonio de sus padres. Y también que el amor por el cine fue una fuerza arrolladora, que se convirtió en mucho más que un escape de la realidad.
Las actuaciones de Michelle Williams y Paul Dano como los padres de Sammy están en un tono que se aleja del realismo para adaptarse a las necesidades particulares del punto de vista desde el cual se cuenta la historia. Los actores interpretan a personajes que ocupan una posición tan idílica como difícil de comprender para un niño como son sus padres. Williams, que se entrega con intensidad a su rol, y Dano, quien toma prestados gestos del propio Spielberg para su personaje, van calibrando sus trabajos a medida que la historia se va desarrollando y la humanidad de ambos queda en evidencia ante los ojos de Sammy.
Gabriel LaBelle tenía el desafío más complicado de todos: interpretar a Spielberg bajo la dirección de Spielberg. El realizador debería estar más que satisfecho con el trabajo del joven actor, que lleva adelante la película con soltura y navega con comodidad por todas las complicadas emociones, tan bien delineadas en el guión. LaBella convence al público de que en Sammy está el potencial de convertirse en Spielberg.
No es difícil inferir el cariño y cuidado con el que fueron elegidos cada uno de los actores secundarios que interpretan a la familia y amigos del director, que cumplen con creces su misión. A Seth Rogen le toca hacerse cargo de un personaje que resulta un poco opaco, solo porque así lo ve Sammy, y que pasa de ser el mejor amigo gracioso del padre al catalizador de la separación del matrimonio Fabelman. El legendario comediante Judd Hirsch se come la pequeña secuencia en la que aparece, interpretando a un tío excéntrico que llega a la casa y le habla a Sammy sobre lo que implica estar atado al arte para siempre. Jeannie Berlin le da un toque de humor ácido al personaje de una de las abuelas y Julia Butters, la niña revelación de Había una vez en Hollywood, interpreta a una de las hermanitas de Sammy, demostrando que su brillo en la película de Quentin Tarantino no fue casual.
Los Fabelman es una película muy conmovedora, no porque sea un efecto buscado de manera cínica, sino como una emoción genuina que surge cuando un enorme contador de historias narra su propia vida. Los temas sobre la familia y el matrimonio tendrán eco en la mayor parte del público; pero la forma en la que está planteada la relación de Sam/Spielberg con el cine es emotiva para los que admiran la obra del director y para quienes aman al cine en su totalidad. El realizador se dio el gusto de recrear los cortos en Súper 8 que hizo cuando era chico, con sus hermanas y compañeros de los Boy Scouts como reparto y equipo técnico; y en esas recreaciones, ahora con mayores recursos, se ve que nunca perdió el entusiasmo por filmar.
Asistir a la evocación de los inicios y la evolución de uno de los grandes directores de la historia, en una película hecha por él mismo, es una experiencia que pega directo al corazón cinéfilo. Tal como lo hace la última escena del film, repleta de humor, con un personaje inolvidable que es mejor no revelar, y cerrando con un chiste visual que resume lo que ya sabíamos: en lo que respecta al cine, Spielberg entendió todo.