Los Fabelman

Crítica de Quintín - A Sala Llena

EL HIJO DEL INGENIERO

Es imposible espoilear esta película, así que voy a empezar contando el final. El protagonista, alter ego del adolescente Spielberg quiere hacer cine y consigue que John Ford le conceda cinco minutos en su oficina. El maestro, interpretado por un muy gracioso David Lynch, le pregunta qué ve en dos pinturas que tiene en la pared. Sammy Fabelman le describe los cuadros pero Ford lo hace callar, le dice que está hablando de arte y le pregunta dónde está el horizonte. Sammy responde que en un cuadro está arriba y en el otro abajo. Ford explica: “cuando el horizonte está arriba es interesante, cuando está abajo es interesante, cuando está en el medio es una mierda insoportable”, le desea buena suerte y le grita que se retire de la oficina. Sammy sale de allí exultante por haber conocido al gran Ford y Spielberg lo filma de espaldas caminando por las calles del estudio en el medio del plano. Luego recuerda el consejo y sube la cámara como para que el protagonista quede bien abajo y el cielo ocupe mucho más espacio arriba.

Esa escena final contrasta con la del principio. En ella, los padres de Sammy lo llevan por primera vez al cine. El chico no quiere entrar porque le da miedo entrar a una sala a oscuras. Al padre ingeniero no se le ocurre mejor argumento para convencerlo que explicarle el mecanismo de la proyección cinematográfica. Finalmente, logran que Sammy entre a ver The Biggest Show on Earth de Cecil B. DeMille y, por supuesto, Sammy queda fascinado, en particular con un choque de trenes. De allí en más, el joven Fabelman, tímido con las chicas, malo para las matemáticas y los deportes, dedicará todo su esfuerzo a aprender a hacer películas. El padre se opone porque no quiere que se dedique a algo tan inmaterial pero, de todos modos, la aproximación de Sammy al cine será la del ingeniero que quiere saber cómo se filma y cómo se hace para que las cosas parezcan reales en la pantalla. El encuentro con Ford y su inasible consejo funciona como un modo de decir que el cine no es solo su construcción o su tema, sino que tiene que ver con la atención a la forma y con algo llamado arte.

No está claro que el arte sea para Spielberg lo mismo que para Ford, pero en el paralelo entre las dos escenas se expresa, más que una certeza, una preocupación, una pregunta, incluso una contradicción. ¿Por qué filmar al personaje en el medio del plano mata el interés que puede despertar el arte y por qué cambiar el ángulo lo revive? La respuesta tal vez sea que mostrar una mayor porción de cielo, como hace John Ford al final de El joven Lincoln, permita introducir el tiempo y abrirlo hacia el futuro. Pero también hace aparecer un misterio que el plano centrado obturaba al explicarlo todo. Al mover la cámara, el joven Fabelman se enfrenta con su futuro de cineasta así como Lincoln se enfrentaba con su futuro de político. Un futuro, por otra parte, más incierto que definitivo.

Y todo por no encuadrar a los personajes en el centro. Sin embargo, la propia película impide comparar a Ford con Spielberg. Porque The Fabelmans tiene mucho de previsible, de convencional. Pero, al mismo tiempo, permite ver cómo su director se enfrenta con el material que eligió, que es el de su propia vida, el de su familia y el de su aprendizaje. Y allí es donde la película se vuelve más compleja, más abierta a las dudas e incluso a la posibilidad de que Spielberg esté contando algo distinto a lo que parece. Y eso no tiene que ver con lo autobiográfico. Ignoro cuánto hay exactamente de Steven Spielberg en Sammy Fabelman, pero importa menos que saber qué quiere contar Spielberg y cómo. La película tiene un hilo conductor, que es la relación del protagonista con el cine, desde su deslumbramiento inicial hasta su decisión de convertirlo en su carrera profesional, pasando por las distintas etapas de su desarrollo como cineasta amateur, por las cámaras y los equipos de edición que acompañan su progreso.

Por otra parte, la película cuenta dos episodios. El primero tiene que ver con la familia Fabelman, que en las primeras escenas parece una feliz y típica familia judío-americana. Padre profesional en ascenso, madre ama de casa después de dejar la práctica del piano para ocuparse de los hijos. Michelle Williams interpreta el papel de la madre como si se tratara de Doris Day. Pero detrás de esa luminosa apariencia hay dos focos oscuros. El primero es que ella renunció a su vocación artística para acompañar al marido contra la opinión del tío Boris, cuya aparición en casa de los Fabelman será el primer encuentro del pequeño Sammy con la idea del arte. Boris se fe de su casa y trabajó en el circo metiendo la cabeza en la boca. ¿Y eso es arte?, le pregunta su sobrino. No, contesta el tío Boris, eso es tener bolas, el arte es lograr que los leones no te corten la cabeza. El chiste es un poco burdo, pero tiene la misma característica que la boutade de John Ford: el arte es algo inesperado, indefinible, una idea vaga que complementa la ingeniería que permite hacer las cosas. Incluso contra lo que aconseja esa ingeniería. Es rara la posición de Spielberg al respecto: si uno analiza ambas escenas con atención, Sammy asiste a una lección que no entiende del todo pero sabe que tiene que tomar en cuenta. Spielberg siempre fue, como director, algo más parecido a un ingeniero que a un poeta, pero nunca fue totalmente un ingeniero.

En todo caso, siempre fue una especie de ingeniero blando, más orientado al software que al hardware como lo fue su amigo George Lucas, decididamente un amigo de los fierros y un cineasta sin inspiración. Lo que suelda el aspecto ingenieril de Spielberg con sus intuiciones como artista es lo narrativo: las historias emocionales que le gusta contar, que siempre están a mitad de camino entre el sentimentalismo y la tristeza asociada a la pérdida (pérdida que, le advierte el tío Boris, en el caso del arte va asociada a la distancia con la familia). El segundo factor oscuro de la familia modelo Fabelman es que la madre está enamorada de Ben, el mejor amigo del marido, que es también su empleado. Antes de que deje de ser un secreto para la familia, Sammy lo descubre gracias al cine: al filmar un picnic, la cámara revela que Ben y Mitzi viven una pasión irresistible, aunque no consumada entonces, pero que la llevará a dejar a sus hijos y al divorcio. La imagen mecánica sirve como en Blow Out de Antonioni (o en Las babas del diablo de Cortázar) para desocultar la verdad que era invisible a los ojos.

Spielberg explora en ese episodio otro uso del cine, el de su relación con la verdad, que tendrá una continuación más adelante, durante la segunda parte del film que transcurre mientras Sammy cursa la escuela secundaria en California, entre rubios antisemitas. Allí, el chico sufre el martirio por parte de los matones de rigor, apenas compensado por la atracción que despierta en Mónica, una chica tan católica como dispuesta a liberar sus hormonas. A esa altura, Sammy es el que hace películas, primero con sus amigos en Arizona, luego en la escuela, hasta que finalmente se gradúa simbólicamente durante la fiesta de promoción (otro tema clásico del cine americano que Spielberg utiliza con un fin sesgado), en la que presenta su película (otra vez filmada durante una jornada al aire libre, esta vez con sus compañeros en la playa) en la que la estrella es un rubio que se llama como él, pero es su opuesto: el campeón en todos los deportes, el más fuerte, el más rápido y el seductor de las chicas. La película de Sammy muestra a Sam como una especie de superhéroe ario pero el protagonista se da cuenta de que la adulación que el film parece dedicarle no es más que una caricatura que lo denuncia como un fraude, que es así como verdaderamente se siente. La historia parece tomada de los relatos de Henry James en los que la pintura tiene la propiedad de hacer que los retratados se encuentren con una cara que no quieren ver o que no quieren que los demás vean.

Y esa es la trayectoria de Sammy Fabelman antes de encontrarse con John Ford. El cine como juego, como técnica, como entretenimiento, como medio para destacarse y, al mismo tiempo, el cine como vigilancia de la realidad, como exposición de la mentira, como aproximación al arte, es decir a aquello que al menos dos generaciones de Fabelmans reprimieron en la ficción. Permanente ambigüedad la de Spielberg, un cineasta que siempre practicó una especie de timidez expresiva, la de un director de la industria que parece pensar que el cine esconde un misterio con el que no hay que meterse demasiado. El suyo es un arte intermedio, seguro sobre su ejecución, dubitativo en cuanto a su alcance y respetuoso con su historia. The Fabelmans, con sus momentos demasiado esquemáticos, no es su mejor película, pero tiene un lugar en su filmografía.