FUE JUSTICIA Es imposible evitar una comparación entre El juicio y Argentina, 1985. Empecemos por la conclusión: El juicio es mejor: es una película seria, sin chapucerías ni interpretaciones caprichosas de la historia y no intenta complacer al público con los recursos del cine más convencional. Argentina, 1985 se estrenó con gran estrépito, pero el interés por ella se ha desvanecido tras su excursión fallida a Hollywood y no es una película destinada a perdurar. El juicio, en cambio, tiene su futuro asegurado como documento cinematográfico de un hecho importante. El juicio es lo que dice ser: un resumen de tres horas del juicio a las tres primeras juntas militares de la última dictadura, que se llevó a cabo durante el gobierno de Alfonsín entre abril y diciembre de 1985. Es un trabajo sobrio y muy arduo, que no se aparta de las 530 horas registradas oficialmente en el tribunal. Desde luego, no es el juicio mismo, ni siquiera una versión en miniatura, ya que la selección y compaginación de las escenas y los planos son inseparables de una mirada y de un relato. Otros cineastas podrían haber hecho películas muy distintas a partir del mismo material de partida. También conviene destacar que (del mismo modo en que lo hace Argentina, 1985), la película queda encerrada entre un prólogo y un epílogo que hacen suponer que el juicio fue el primer paso, dado hace cuarenta años, de una lucha que hoy prosigue para que todos los culpables de delitos cometidos durante la dictadura terminen presos, aunque el sentido originario del juicio a las juntas no haya sido ese. Pero más allá de ese encuadre que podría definirse como militante y que es parte de otra discusión, la película es una ventana sobre un período funesto de la historia argentina. Detrás de la puesta en escena a la que las películas de juicios nos acostumbraron, detrás de cada testimonio, de las intervenciones de jueces, fiscales y abogados defensores o de los contraplanos del público, podemos observar el estado de la discusión en la sociedad argentina en esa época. La construcción narrativa de la película, planeada como una batalla retórica entre la acusación y la defensa es demoledora como demostración de la tesis principal de la fiscalía: que los crímenes cometidos por los miembros de las juntas y sus subordinados constituyeron tanto un plan sistemático como una aberración jurídica, política y humana que no admiten justificación posible y merecen la condena. En 1985 los participantes del gobierno militar y sus acólitos todavía se pensaban como héroes de una guerra que habían ganado y que estaban siendo juzgados sin derecho alguno. Esa afirmación es parte del alegato de Massera y de los razonamientos de varios abogados defensores (cada uno de los acusados fue representado por letrados distintos). La abrumadora superioridad militar de un bando sobre el otro y que podría haberse resuelto dentro de la ley, muestra que la hipótesis de la guerra solo fue una excusa para encubrir un gigantesco operativo de represión ilegal. Ese argumento falaz, del que hoy todavía quedan ecos, iba de la mano con otro: que fue el gobierno constitucional presidido circunstancialmente por Ítalo Lúder el que ordenó asesinar a los integrantes de los grupos guerrilleros, cuando el decreto correspondiente no hablaba de aniquilar personas. En cualquier caso, nadie puede sostener que el secuestro, la tortura, el ocultamiento de cadáveres, el asesinato de prisioneros, la sustracción de bebés y el robo liso y llano podían ser parte de un decreto emitido por el Poder Ejecutivo en democracia. Sin embargo, es lo que se les oye decir a los abogados: que la guerra que libraron les daba derecho a cometer todos los crímenes que las convenciones de Ginebra prohíben. Uno de los defensores llega incluso a justificar el pillaje y la apropiación de los bienes de los asesinados y desaparecidos como un legítimo botín de guerra. Tanto las páginas del Nunca más como las imágenes del juicio impiden sostener la hipótesis de la guerra sucia cuando lo que se juzgaba era una serie de crímenes atroces cometidos contra detenidos indefensos. Ni tampoco atribuir esas acciones aberrantes a excesos del personal subalterno: la acusación fue muy contundente a la hora de mostrar que los crímenes se cometieron en dependencias de las fuerzas armadas a lo largo del país y, como argumenta frente a los jueces Patricia Derian, la subsecretaria de derechos humanos del presidente Carter, es imposible que en un cuerpo de disciplina militar bajo una dictadura, los altos mandos ignoraran lo que estaba ocurriendo a esa escala. Por el contrario, la misma operatoria militar los hacía responsables de cada uno de ellos aunque se empeñaran en negar lo ocurrido. Tanto las escalofriantes declaraciones de las víctimas que sobrevivieron como la de los parientes de los asesinados son en la película lo suficientemente elocuentes como para tener una idea clara tanto de lo que ocurría en los centros de detención como de la cadena de complicidades asociada a un silencio corporativo frente a los pedidos de información de ciudadanos, abogados de derechos humanos (que también tuvieron sus desaparecidos) y gobiernos extranjeros. Además del argumento de la orden de Lúder, del de la guerra sucia y del de la ignorancia de los comandantes de lo que hacían quienes cumplen sus órdenes, la defensa intentó mostrar que las víctimas eran integrantes de organizaciones terroristas y, por lo tanto, culpables de otros delitos, lo que de algún modo disminuiría la culpa de los verdugos. Allí (y, personalmente, es algo que ignoraba del juicio) fue decisiva la intervención de los jueces, que se negaron a aceptar que a los testigos se les preguntara por su filiación o sus actividades políticas, lo mismo que a los familiares de las víctimas. De ese modo, desbarataron una maniobra que tendía a igualar a los torturados, asesinados y desaparecidos con sus asesinos. Fue una medida muy atinada de la Cámara que, para furor de los abogados que intentaban dar vuelta el sentido del proceso, invocó el argumento de que la culpabilidad de las víctimas no era lo que ese estaba juzgando. Al respecto, conviene recordar que Alfonsín pensó siempre que había que juzgar también por terroristas a los jefes sobrevivientes de las organizaciones armadas, es decir, aplicarles el procedimiento legal que los militares sustituyeron por su propio terrorismo clandestino. Y eso nos permite volver sobre un tema remanido, que se relaciona con la siempre denostada y nunca formulada teoría de los dos demonios. Frente a la teoría de que el gobierno militar y las organizaciones terroristas libraban una guerra, sería justo decir que no fue así pero, en cambio, cada uno de los bandos libraba su propia guerra contra el orden constitucional, contra la República y, en definitiva, contra el pueblo, mayoritariamente ajeno a esos propósitos de una y otra parte. Los militares no eran los enemigos de los guerrilleros ni estos de los militares, simplemente era un obstáculo para sus planes. El intento más oscuro de confundir las cosas, tuvo que ver con los relatos sobre lo ocurrido en la Esma y con el plan de Massera de llegar al poder por elecciones, empresa para la que utilizó a un grupo de prisioneros mientras otros eran arrojados vivos desde los aviones navales. Este horror dentro del horror es uno de los capítulos más siniestros de lo ocurrido en esos años. La película insinúa algo de lo que sucedió allí, cuando los defensores intentan establecer una colaboración por parte de los detenidos ilegales. Por último, si bien El juicio revela el horror de los centros de exterminio y muestra las estrategias de la defensa y la fiscalía, no dice una sola palabra sobre las condenas. Tras enunciarlas en un texto sobreimpreso, durante los títulos finales, se escuchan fragmentos, superpuestos entre sí de la lectura del fallo por parte de León Arslanian, presidente del tribunal. Aunque el fiscal Strassera había pedido nueve condenas a prisión perpetua, solo hubo dos condenados a esa pena, Videla y Massera. Hubo, además, cuatro absoluciones. La diferencia entre las penas se debe a la distinta acumulación de delitos durante el período en el que cada junta estuvo en el poder,de la diferencia entre los procedimientos criminales entre las tres armas y de las pruebas reunidas. En Argentina, 1985 hay un momento en el que alguien le pregunta al personaje de Strassera qué va ocurrir si no se encuentran pruebas, a lo que el fiscal responde “Si no hay pruebas, pediremos la absolución como corresponde”. Que El juicio termine con una superposición de voces que parece borronear el hecho de que hubo penas menores y absoluciones es, en mi opinión, otra concesión del derecho a la ideología, acaso un símbolo de las tantas que se registraron en estos años. Pero esas absoluciones son una prueba indirecta de que el proceso a las juntas, además de esclarecedor, fue justo y honró a la justicia argentina.
EL HIJO DEL INGENIERO Es imposible espoilear esta película, así que voy a empezar contando el final. El protagonista, alter ego del adolescente Spielberg quiere hacer cine y consigue que John Ford le conceda cinco minutos en su oficina. El maestro, interpretado por un muy gracioso David Lynch, le pregunta qué ve en dos pinturas que tiene en la pared. Sammy Fabelman le describe los cuadros pero Ford lo hace callar, le dice que está hablando de arte y le pregunta dónde está el horizonte. Sammy responde que en un cuadro está arriba y en el otro abajo. Ford explica: “cuando el horizonte está arriba es interesante, cuando está abajo es interesante, cuando está en el medio es una mierda insoportable”, le desea buena suerte y le grita que se retire de la oficina. Sammy sale de allí exultante por haber conocido al gran Ford y Spielberg lo filma de espaldas caminando por las calles del estudio en el medio del plano. Luego recuerda el consejo y sube la cámara como para que el protagonista quede bien abajo y el cielo ocupe mucho más espacio arriba. Esa escena final contrasta con la del principio. En ella, los padres de Sammy lo llevan por primera vez al cine. El chico no quiere entrar porque le da miedo entrar a una sala a oscuras. Al padre ingeniero no se le ocurre mejor argumento para convencerlo que explicarle el mecanismo de la proyección cinematográfica. Finalmente, logran que Sammy entre a ver The Biggest Show on Earth de Cecil B. DeMille y, por supuesto, Sammy queda fascinado, en particular con un choque de trenes. De allí en más, el joven Fabelman, tímido con las chicas, malo para las matemáticas y los deportes, dedicará todo su esfuerzo a aprender a hacer películas. El padre se opone porque no quiere que se dedique a algo tan inmaterial pero, de todos modos, la aproximación de Sammy al cine será la del ingeniero que quiere saber cómo se filma y cómo se hace para que las cosas parezcan reales en la pantalla. El encuentro con Ford y su inasible consejo funciona como un modo de decir que el cine no es solo su construcción o su tema, sino que tiene que ver con la atención a la forma y con algo llamado arte. No está claro que el arte sea para Spielberg lo mismo que para Ford, pero en el paralelo entre las dos escenas se expresa, más que una certeza, una preocupación, una pregunta, incluso una contradicción. ¿Por qué filmar al personaje en el medio del plano mata el interés que puede despertar el arte y por qué cambiar el ángulo lo revive? La respuesta tal vez sea que mostrar una mayor porción de cielo, como hace John Ford al final de El joven Lincoln, permita introducir el tiempo y abrirlo hacia el futuro. Pero también hace aparecer un misterio que el plano centrado obturaba al explicarlo todo. Al mover la cámara, el joven Fabelman se enfrenta con su futuro de cineasta así como Lincoln se enfrentaba con su futuro de político. Un futuro, por otra parte, más incierto que definitivo. Y todo por no encuadrar a los personajes en el centro. Sin embargo, la propia película impide comparar a Ford con Spielberg. Porque The Fabelmans tiene mucho de previsible, de convencional. Pero, al mismo tiempo, permite ver cómo su director se enfrenta con el material que eligió, que es el de su propia vida, el de su familia y el de su aprendizaje. Y allí es donde la película se vuelve más compleja, más abierta a las dudas e incluso a la posibilidad de que Spielberg esté contando algo distinto a lo que parece. Y eso no tiene que ver con lo autobiográfico. Ignoro cuánto hay exactamente de Steven Spielberg en Sammy Fabelman, pero importa menos que saber qué quiere contar Spielberg y cómo. La película tiene un hilo conductor, que es la relación del protagonista con el cine, desde su deslumbramiento inicial hasta su decisión de convertirlo en su carrera profesional, pasando por las distintas etapas de su desarrollo como cineasta amateur, por las cámaras y los equipos de edición que acompañan su progreso. Por otra parte, la película cuenta dos episodios. El primero tiene que ver con la familia Fabelman, que en las primeras escenas parece una feliz y típica familia judío-americana. Padre profesional en ascenso, madre ama de casa después de dejar la práctica del piano para ocuparse de los hijos. Michelle Williams interpreta el papel de la madre como si se tratara de Doris Day. Pero detrás de esa luminosa apariencia hay dos focos oscuros. El primero es que ella renunció a su vocación artística para acompañar al marido contra la opinión del tío Boris, cuya aparición en casa de los Fabelman será el primer encuentro del pequeño Sammy con la idea del arte. Boris se fe de su casa y trabajó en el circo metiendo la cabeza en la boca. ¿Y eso es arte?, le pregunta su sobrino. No, contesta el tío Boris, eso es tener bolas, el arte es lograr que los leones no te corten la cabeza. El chiste es un poco burdo, pero tiene la misma característica que la boutade de John Ford: el arte es algo inesperado, indefinible, una idea vaga que complementa la ingeniería que permite hacer las cosas. Incluso contra lo que aconseja esa ingeniería. Es rara la posición de Spielberg al respecto: si uno analiza ambas escenas con atención, Sammy asiste a una lección que no entiende del todo pero sabe que tiene que tomar en cuenta. Spielberg siempre fue, como director, algo más parecido a un ingeniero que a un poeta, pero nunca fue totalmente un ingeniero. En todo caso, siempre fue una especie de ingeniero blando, más orientado al software que al hardware como lo fue su amigo George Lucas, decididamente un amigo de los fierros y un cineasta sin inspiración. Lo que suelda el aspecto ingenieril de Spielberg con sus intuiciones como artista es lo narrativo: las historias emocionales que le gusta contar, que siempre están a mitad de camino entre el sentimentalismo y la tristeza asociada a la pérdida (pérdida que, le advierte el tío Boris, en el caso del arte va asociada a la distancia con la familia). El segundo factor oscuro de la familia modelo Fabelman es que la madre está enamorada de Ben, el mejor amigo del marido, que es también su empleado. Antes de que deje de ser un secreto para la familia, Sammy lo descubre gracias al cine: al filmar un picnic, la cámara revela que Ben y Mitzi viven una pasión irresistible, aunque no consumada entonces, pero que la llevará a dejar a sus hijos y al divorcio. La imagen mecánica sirve como en Blow Out de Antonioni (o en Las babas del diablo de Cortázar) para desocultar la verdad que era invisible a los ojos. Spielberg explora en ese episodio otro uso del cine, el de su relación con la verdad, que tendrá una continuación más adelante, durante la segunda parte del film que transcurre mientras Sammy cursa la escuela secundaria en California, entre rubios antisemitas. Allí, el chico sufre el martirio por parte de los matones de rigor, apenas compensado por la atracción que despierta en Mónica, una chica tan católica como dispuesta a liberar sus hormonas. A esa altura, Sammy es el que hace películas, primero con sus amigos en Arizona, luego en la escuela, hasta que finalmente se gradúa simbólicamente durante la fiesta de promoción (otro tema clásico del cine americano que Spielberg utiliza con un fin sesgado), en la que presenta su película (otra vez filmada durante una jornada al aire libre, esta vez con sus compañeros en la playa) en la que la estrella es un rubio que se llama como él, pero es su opuesto: el campeón en todos los deportes, el más fuerte, el más rápido y el seductor de las chicas. La película de Sammy muestra a Sam como una especie de superhéroe ario pero el protagonista se da cuenta de que la adulación que el film parece dedicarle no es más que una caricatura que lo denuncia como un fraude, que es así como verdaderamente se siente. La historia parece tomada de los relatos de Henry James en los que la pintura tiene la propiedad de hacer que los retratados se encuentren con una cara que no quieren ver o que no quieren que los demás vean. Y esa es la trayectoria de Sammy Fabelman antes de encontrarse con John Ford. El cine como juego, como técnica, como entretenimiento, como medio para destacarse y, al mismo tiempo, el cine como vigilancia de la realidad, como exposición de la mentira, como aproximación al arte, es decir a aquello que al menos dos generaciones de Fabelmans reprimieron en la ficción. Permanente ambigüedad la de Spielberg, un cineasta que siempre practicó una especie de timidez expresiva, la de un director de la industria que parece pensar que el cine esconde un misterio con el que no hay que meterse demasiado. El suyo es un arte intermedio, seguro sobre su ejecución, dubitativo en cuanto a su alcance y respetuoso con su historia. The Fabelmans, con sus momentos demasiado esquemáticos, no es su mejor película, pero tiene un lugar en su filmografía.
LO QUE ALFONSÍN SABÍA Dado que todo parece haberse dicho y escrito sobre Argentina, 1985, lo que tengo que agregar es acaso irrelevante. Trataré, de todos modos, de evitar dos lugares comunes. Uno es la discusión sobre si la película ningunea o no a Alfonsín, algo que parece preocupar a mucha gente. De todos modos, me gustaría decir algo al respecto tras haber leído Ricardo Alfonsín de Pablo Guerchunoff, un libro que se publicó hace poco. La lectura me llevó a concluir que el entonces presidente fue el personaje decisivo para que los comandantes fueran juzgados, algo que la película tal vez sugiera pero en ningún caso afirma con claridad. Lo asesoraron juristas, como Carlos Nino y Jaime Malamud Goti, quienes idearon la manera de anular la autoamnistía de los militares. También fueron importantes para llegar al juicio el trabajo de investigación de la Conadep y la publicación del Nunca más para divulgar las atrocidades cometidas por la dictadura militar. Se discute si el film los nombra, pero poco importa si hay una línea de diálogo que los mencione. De hecho, los deja de lado. Y está en su derecho. Es tan absurdo pretender que el director cineasta tiene obligaciones con su tema como suponer que la película es “necesaria” (y puede pasar a ser obligatoria). Es absurdo y, sin embargo, sigue habiendo quienes quieren endilgarle deberes a los que hacen cine en un caso y a los lo ven en el otro. Después de todo, además, Argentina, 1985 es un film “basado en hechos reales”, un género cinematográfico cuya característica es apoyarse en acontecimientos del pasado histórico para construir, a partir de ellos, una obra de ficción. Esa ficción puede tener una conexión mayor o menor con esos hechos, pero queda a salvo de que se la interrogue con respecto a la veracidad o exactitud de lo que cuenta. Digamos que, basándose en esa premisa, alguien podría hacer una película titulada “El pato Donald y el ratón Mickey juzgan a las juntas argentinas” e introducir a los dos famosos dibujos en una trama en la que aparecen personajes que se llaman como algunas figuras históricas (por ejemplo, Videla, Alfonsín o Bonafini) y hacerlos interactuar. Hasta se podría hacer que los sobrinos de Donald lo ayuden en la investigación. Mi impresión es que Argentina, 1985 se parece un poco a esa supuesta película. Pero tal vez esté bien que así sea. Argentina, 1985 cuenta el modo en que un fiscal y su ayudante logran acusar a los miembros de las juntas militares y cómo los jueces terminan condenando a prisión perpetua a algunos de ellos. Esos personajes se llaman Julio Strassera y Raúl Moreno Ocampo, igual que sus contrapartidas históricas, pero no son ellos: están construidos como parte de una ficción, del mismo modo en que están construidos los comandantes. Salvo que estos están interpretados por actores que tienen algún parecido físico con los originales y los caricaturizan de algún modo; apenas abren la boca (Videla, además, lee la Biblia durante el juicio y tal vez lo haya hecho, pero importa poco y se parece demasiado a un guiño sin demasiado valor). El fiscal y su adjunto, por otra parte, son objeto de un desarrollo dramático en el que se basa la trama. La película no se priva de hacer de Strassera un fumador constante, como para agregarle carácter y robarle un poco a la realidad aunque se declare una ficción. (Aquí aparece la escuela inglesa, la de Ben Kingsley haciendo de Gandhi, memorablemente imitado por Mario Sánchez, que también supo hacer de Alfonsín). Después de todo, esa es la ventaja del film basado en hechos reales: permite usar la realidad cuando sirve a sus propósitos e ignorarla cuando conviene. Esas son las reglas. La película encadena sus escenas a partir de una cronología del juicio vista desde la perspectiva de sus dos protagonistas, que no solo cumplen sus tareas como funcionarios, sino que interactúan entre sí, con sus familias y con los otros personajes. Algunos de ellos son puramente inventados (como el opaco Dr. Bruzzo, un emisario de algún “arriba” que, al parecer, fue inexistente) o construidos a partir de otros, como el sobreactuado Ruso (Norman Brisky), Ormiga, el policía que custodia al fiscal o Somi, el dramaturgo basado en Carlos Somigliana, amigo de Strassera. La idea narrativa, como en tantas películas, es la de alternar lo público con lo privado: lo que ocurre en el tribunal con lo que sucede en la intimidad, que está compuesto por una serie de subtramas como, por ejemplo, la reconciliación entre Moreno Ocampo y su madre reaccionaria que suele ir a misa con Videla pero, a partir del juicio, cambia de idea. O las discusiones entre Strassera y su mujer. Dentro de lo que las escenas “privadas” aportan a la línea narrativa principal, hay dos buenas ideas estructurales. Una es que la investigación del fiscal y su equipo, así como la búsqueda de pruebas con su aspecto de trabajo colectivo, es homóloga a la construcción del guión y la filmación de la propia película, cuyo equipo debe ordenar su propio rompecabezas. La otra es que, aunque el personaje es más bien pobre y abstracto, la intervención de Somi, que facilita un teatro para elaborar el alegato y colabora como dramaturgo en él, le facilita asimismo a la película la posibilidad de darle al juicio su aspecto teatral, como si el resultado del juicio se jugara en el histrionismo de los abogados. Ninguna de las dos ideas está desarrollada, pero le da algo de juego a una trama que, en general, es demasiado simple y previsible a partir de sus premisas cronológicas. Pero los personajes tampoco están muy logrados. Ni Darín ni Lanzani logran darles grandeza a Strassera y a Moreno Ocampo como héroes de ficción. Sus actuaciones parecen trabadas y oscilan entre dos viejos males del cine argentino: el costumbrismo y el afiche escolar. Pero tampoco son interesantes los secundarios que podrían tener más ductilidad a partir de la libertad en su comportamiento. A veces, el film logra algo con ellos: por ejemplo Ormiga, cómico pero digno. Bruzzo empieza pareciendo un villano pero resulta, finalmente, un villano simpático. Otras veces no: por ejemplo, el papel de Somi es errático mientras que el de Ruso está sobreactuado. En parte por culpa de Briski que siempre sobreactúa, en parte por el tosco recurso de hacer que se esté muriendo en cámara para lograr una innecesaria escena dramática. No es la única. Las escenas de la familia Strassera como la de Moreno Ocampo, son en general chatas, discursivas y subrayadas, sirven para delimitar el tono ideológico del film. Hay una excepción importante, que es el personaje de Julián Strassera (llamado Javier en el film) el hijo pequeño del fiscal al que el padre obliga a espiar en dos ocasiones distintas: al principio a su hermana, ya sea porque está celoso, porque sospecha que su novio es un agente infiltrado o por puro prejuicio (el personaje es casado). Y, hacia el final, Javier espía a los jueces cuando se reúnen en un café para decidir el fallo. Allí, el presidente del tribunal lo sorprende y le hace una broma ingeniosa. Lo de Javier es doblemente bueno: por un lado, aunque la película no se resuelva por el thriller, instala cierta atmósfera de peligros y sospechas, un clima generalizado de paranoia que continuará con las llamadas amenazantes a Strassera y Moreno, pero del que participa también el protagonista. Al final, el espionaje de Javier se repite en un contexto más benigno, pero que sirve como un eco elegante a las escenas del principio. Es uno de los pocos momentos en los que la ficción se hace ligera en el mejor sentido. Creo que el principal problema de Argentina, 1985 es que esa ligereza está sometida a dos presiones antagónicas. Una es que, dado que el éxito de la película es consecuencia directa de su tema y la realización debe cumplir con un contrato que el espectador ha firmado al comprar la entrada y no quiere ver traicionado, no puede apartarse demasiado de la recreación de los famosos hechos reales. Por eso hay una escena clave en la película, que es el testimonio fiel de Adriana Calvo de Laborde (Laura Paredes) que, como caso ejemplar de los crímenes de la dictadura, sirve para sellar ese contrato. La otra es que para escapar de su aspecto documental, por así decirlo, recurre a toda la batería de lugares comunes que el cine utiliza desde hace décadas: el buddy-buddy, la oposición inicial entre Strassera y Ocampo que se transforma en colaboración y amistad; el héroe inesperado y que se redime, porque el fiscal no hizo nada durante la dictadura a pesar de sus ideas la batalla del pequeño grupo, contra las fuerzas del mal; la reconquista de la admiración de la esposa; el gesto de una madre dispuesta a ir más allá de sus ideas por el hijo; la discusión entre padre e hijo por cuestiones políticas; el engaño al enfermo para que muera en paz… Básicamente, Argentina, 1985 es la historia de un hombre valiente que cumple con su deber atravesando la adversidad, venciendo sus limitaciones y recuperándose de su pasado. El problema es que el resultado es demasiado convencional para ser interesante como película y está demasiado lleno de clichés como para dialogar con la historia. Así y todo, la película tiene su perspectiva sobre lo que ocurrió en esos años. Dije que quería evitar dos tópicos de la discusión que suscitó la película y el segundo es si está hecha desde una perspectiva peronista o kirchnerista (no sé si alguien la acusó de ser radical, creo que no). Me parece que la mirada de la película sobre la Historia es más compleja o, en todo caso, tiene que ver con un problema más complicado, que tanto el film como sus críticos han evitado cuidadosamente. La película parte del entorno familiar y laboral de Strassera. En ambos casos, tanto cuando habla el hijo como cuando lo hacen sus amigos, su mundo se divide entre progresistas y “fachos”. Fachos son los militares y lo son también quienes no quieren que sean juzgados. Así, a la hora de buscar colaboradores, clasifican Strassera y el Ruso a los conocidos comunes y concluyen que se murieron o pertenecen a la segunda categoría. Entonces aparece Moreno Ocampo, de familia de fachos pero de ideas progresistas. Y Strassera tiene que terminar aceptando que no es el origen social lo que determina la postura ideológica (una de las leyes del buddy-buddy). Después aparecen los muchachos y las chicas, en su mayoría empleados judiciales dispuestos a colaborar con el fiscal. Claramente, se trata de progresistas. Incluso hay un peronista que se identifica como tal explícitamente, pero es casi una escena cómica, que no puede tomarse en cuenta como definición ideológica. Lo que cuenta es esa clasificación, independiente de lo que los partidos mayoritarios hayan hecho en su pasado y de las distintas fracciones y opiniones dentro de cada uno, como la del ministro del interior Antonio Troccoli, desde entonces un cuco del progresismo. Es que lo que Argentina, 1985 parte de un maniqueísmo que, hacia el final, se convertirá en otro. Y allí reside lo que, a mi juicio, es la manipulación histórica que ejecuta el film. Casi es un pase de magia, un truco hecho a la vista de millones de espectadores y cientos de comentaristas politizados que no quisieron o no lograron advertirlo. Vuelvo a la lectura del libro de Gerchunoff. Lo que queda muy claro a partir de él (sumo al trabajo del historiador mis propios recuerdos) es que Alfonsín tuvo, antes incluso de la campaña presidencial y contra las propuestas de su rival Italo Lúder, la intención de juzgar a las Juntas para que no quedara impune la dictadura más sangrienta de la historia argentina. Pero así como Alfonsín tenía esa intención, pensaba que no todos los militares debían ser juzgados. Y no solo por razones de oportunidad política, sino por cuestiones de estricta justicia. Alfonsín, educado en el Liceo Militar, creía que había una obediencia a la que los subordinados no podían negarse, especialmente los de bajo rango. También le parecía que también debían ser castigados los actos aberrantes, aunque fuera difícil establecer tanto hasta qué grado era legítima la obediencia, como la gravedad de los casos particulares de sevicias. Pero como presidente creyó siempre que había que fijar un límite para los juicios. Y también creía que los jefes de las organizaciones terroristas que, en particular, habían atentado contra la democracia, debían ser juzgados aunque los crímenes contra los derechos humanos cometidos por particulares fueran menos graves que los que se cometían desde el Estado. Pero si bien Argentina, 1985 empieza a partir de la voluntad de llevar a cabo el juicio a los integrantes de las tres primeras juntas militares, lo que importa hacia el final, tanto en los diálogos de Strassera con el Ruso, como en la decisión de apelar el fallo (aunque la familia y parte de la sociedad lo trate como un héroe, él siente que debe ir por más), no es que los máximos responsables de los crímenes fueran juzgados, sino que fueran condenados con más rigor del que decidió el tribunal. Y no solo ellos: debía quedar abierta la puerta para seguir juzgando hacia abajo sin limitaciones. En ese punto, el sentido común progresista de la película sufre una alteración y se convierte en el sentido común de la época actual: ya no se trata de juzgar a las Juntas, de condenar en base a pruebas y de poner, en algún momento posterior, un límite a los juicios (lo que quería Alfonsín) sino de obtener la mayor cantidad de condenas posibles. En los años siguientes, la situación de los juicios por los crímenes cometidos en los setenta ira variando y pasará por procesos individuales, la Ley de obediencia debida de Alfonsín y los indultos de Menem para virar, con el tiempo, hacia la anulación de estas leyes y decretos y llegar a la situación actual: juicios generalizados a los militares (la película dice al final que, abolidos la amnistía “se lograron más de mil condenas” como si eso fuera lo importante), un tratamiento severísimo en sus condiciones de arresto y prisión. Por el otro lado, absolución y hasta indemnización a los acusados y condenados por los actos terroristas. Ese cambio de jurisprudencia (que incluyó la imprescriptibilidad, la aceptación de leyes penales retroactivas, la anulación de la “cosa juzgada” y una larga serie de negaciones del derecho imperante y de los derechos de los reos) y de voluntad política (hubo hasta una ley que modificó unánimemente otra ya derogada solo porque a un militar le correspondía una disminución en los años de cárcel) fue la consecuencia de un largo y dedicado trabajo (que terminó en un espectacular triunfo) de la izquierda radical. El cambio tuvo dos momentos bisagra: el repudio a la supuesta Teoría de los dos demonios (que nadie formuló como tal) y la cooptación por parte de Néstor Kirchner de las luchas por los derechos humanos, con la aquiescencia y el aplauso de los dirigentes de las organizaciones respectivas. En la película, Strassera y sus amigos hablan de “fachos”, utilizando un lenguaje más propio de hoy, cuando han pasado a ser fachos todos los que piensan más o menos como pensaba Alfonsín en 1983. Ese cambio en el sentido común, que la película naturaliza desde el presente y se niega a tratar en términos históricos es lo que, a mi juicio, habría que debatir. Vuelvo a ese momento importante del film en el que comparece como testigo Adriana Calvo de Laborde y relata, con lujo de detalles, las infames torturas a las que fueron sometidas tanto ella como su hija recién nacida, por un grupo de tareas que ni siquiera intentaba obtener de ella una información. La detención de Calvo de Laborde, además, fue consecuencia de un error de siglas, porque los represores confundieron las Fuerzas Armadas Peronistas con la Federación Argentina de Psiquiatras a la que ella pertenecía. Strassera habla de ella en el alegato (que es el alegato real) y dice que Laborde no solo era inocente, sino que su secuestro y tortura fue un ejemplo particular del sadismo con el que habían actuado las Fuerzas Armadas. Pero también dice que si, en lugar de un inocente, el secuestrado hubiera sido culpable, la justicia no tendría manera de demostrarlo porque tanto culpables como inocentes habían desaparecido (es decir, habían sido asesinados). En el corazón del alegato figura la denuncia de ese sadismo insólito. Creo que es el momento que más conmueve a los espectadores, como entonces la conmoción ante el grado de barbarie que había conllevado la represión de las juntas y que testimonió el Nunca más escrito y televisado. Hoy, cuando el procesamiento a los militares que sobreviven y la permanente presión para que nunca recuperen la libertad a pesar de que las leyes podrían beneficiarlo, se ha vuelto parte de un departamento de la burocracia judicial al que su propio sadismo estatal le resulta indiferente. El rechazo por el sadismo de cualquier signo está en Argentina, 1985, aunque aparezca escondido en ese discurso frívolo que intenta condenar el horror a partir de las cifras. Alfonsín cometió muchos errores, pero no ese.
TILDA Y JOE VAN A COLOMBIA Hay algo curioso con el nombre de Apichatpong Weerasethakul. Cuando se lo ve escrito, parece muy difícil de pronunciar. Pero es fácil, basta leerlo de acuerdo a la fonética castellana y, como por arte de magia, sale de la primera vez. El lector puede hacer la prueba y sentirse orgulloso como nos pasó a todos los que lo intentamos. Pero hay algo curioso también con su cine: también parece más difícil de lo que es. Sus películas están llenas de misterios como su nombre está lleno de letras, pero son misterios accesibles, se podría decir que transparentes. Para el director tailandés, el mundo no se agota en lo material, sino que está lleno de otras entidades: mentales, espirituales, fantásticas que se dan a conocer a su manera y se revelan cuando se les presta atención o se escucha a quienes tienen acceso a ellas. Sin embargo, sus misterios son muy poco misteriosos. Acaso Memoria, la primera película de Apichatpong filmada fuera de Tailandia sea la más clara en ese sentido. Tal vez porque, como extranjero en Colombia, Apichatpong se pone en el lugar del espectador que accede a los misterios de otra cultura. Extranjera es también su protagonista, Tilda Swinton, que interpreta exactamente ese papel: el de Jessica Holland, una inglesa que intenta entender al mismo tiempo lo que pasa en el interior y en el exterior, tanto en su mente confundida como en ese mundo extraño que le toca habitar. A partir de un extraño ruido que se repite en su cabeza y al encuentro con otros personajes, Swinton empieza a entender, podría decirse que accede a los caminos secretos que comunican distintos mundos: la conciencia con el cosmos, el pasado con el presente (e incluso con el futuro), la ciencia con la revelación, la memoria individual con la colectiva, los humanos con los animales (y con los vegetales y los minerales), la tecnología con la naturaleza, la historia con la leyenda, la música con el ruido, el arte con la adivinación, la racionalidad con la magia y hasta la vida con la muerte. En Memoria, el animismo de Apichatpong se vuelve absoluto sin dejar de ser parte de ese humanismo internacionalmente coproducido y técnicamente sofisticado que lleva las películas a la competencia oficial en Cannes. Frente a una película como Memoria es difícil saber si lo que ocurre es producto de una necesidad interna o de un capricho. Por ejemplo, nos preguntamos por qué las alarmas de los coches estacionados en un parking se ponen a sonar al mismo tiempo. ¿Tiene esto que ver con el ruido que escucha Swinton y cuyo origen puede ser la prehistoria de la Tierra y sus profundidades? En todo caso, ese concierto de ruidos molestos en el parking es parte de ese clima general en el que todo es difícil de explicar pero que la película presenta como armonioso. Uno puede preguntarse por qué Hernán, el muy urbano personaje del sonidista y músico que logra reproducir el ruido mental de Swinton con su consola de sonido high tech (y hasta mezclarlo con uno de los temas que compuso) desaparece de pronto como si nunca hubiera existido y reaparece con el mismo nombre pero interpretado por otro actor, pero y se trata ahora de un campesino que nunca salió del pueblo y, entre otros poderes sobrehumanos o parahumanos, conoce el lenguaje de los monos aulladores. Incluso, es difícil saber de cuándo son esos esqueletos que estudia la antropóloga interpretada por Jeanne Balibar, que aparecieron en medio de una gigantesca obra vial. La extraña enfermedad que padece la hermana de Jessica puede ser consecuencia de la maldición de un perro o a la de la tribu de los “hombres invisibles” que se ocultan en medio de la selva. También hay un punto en que uno se pregunta si la médica que le aconseja a Swinton que no tome Xanax porque es adictivo y “le impide apreciar la belleza del mundo y la tristeza del mundo” y le sugiere que se guíe por los cuadros de Dalí para entender el mundo es una broma que se continúa cuando Swinton le dice a Hernán que el Xanax, así como el aguardiente, son grandes inventos de la humanidad. Es muy difícil saberlo. Porque tampoco está claro si la tremenda solemnidad de Swinton y su hieratismo maximalista son una caricatura del gringo o una aventura del conocimiento. En el fondo, lo más difícil es saber si Memoria, con sus planos perfectos y su sonido cuidadísimo, es una película bella o simplemente bonita, si con sus manifestaciones sobre el dolor y la alegría del mundo, con su corrección política y su ambición cosmológica es una película profunda o simplemente pomposa, si con su deliberada lentitud es intensa o simplemente lenta. Pero, tal vez, esa ambigüedad sea la gracia de este cine que todo se lo permite. Como, por ejemplo, introducir un plato volador, acaso uno de los más injustificados (y más feos) de la historia del cine. Quiero pensar que hay humor en todo esto y que Apichatpong no es un cineasta banal sino un artista juguetón (como Dalí, digamos). Nadie se tomó nunca a Dalí al pie de la letra y creo que su mención en la película es también una advertencia en ese sentido. Me gustaría creer que Apichatpong se burla de la rigidez corporal y mental de Swinton, Hasta me gustaría pensar (aunque me resulta más difícil) que también Swinton se burla de su impostación. Y también, tal vez porque conocí a Apichatpong (“me llamo Apichatpong Weerasethakul, pero puedes decirme Joe”) hace veinte años en Toronto y me cayó bien, como un tipo modesto y dedicado a su trabajo, me gustaría pensar que, a partir de Memoria, se puede plantear una discusión sobre lo invisible en el cine. Desde su realismo católico, Bazin pensaba que el cine era el instrumento idóneo para capturar la ambigüedad de lo real y su dimensión espiritual porque la cámara mostraba incluso lo que no estaba ahí, es decir la gracia. Claro que esa era una capacidad autónoma de la cámara que los cineastas solo debían dejar que se manifieste, sin decir qué era exactamente eso que estaba allí pero no se veía. Creo que Memoria da vuelta esa idea sobre la relación del cine con lo invisible. La pantalla de Apichatpong, casi un heredero del realismo mágico, es un lienzo sobre el que el cineasta acumula sus propios trazos junto con los que aportan la naturaleza y los actores. En ese contexto, la existencia de lo invisible es una consigna, una declaración, un comentario, una construcción y el mundo un escenario colosal que el artista fusiona con su propia obra. Un escenario infinito en el espacio y en el tiempo, un escenario del que tanto el cielo estrellado, como el sonido del centro de la Tierra o la versatilidad de lo digital son apenas metáforas del todo que los confunde.
PLACERES CREPUSCULARES Leí que la última película de Eastwood era mala porque estaba llena de errores. También leí que era buena a pesar de sus errores. Supongo que habrá alguien que diga que no tiene errores. Pero creo que es un error hablar de los errores de Cry Macho. Los errores suponen un desvío en relación con un determinado patrón. ¿Pero Alguien escuchó hablar de los errores de una película de Godard? La respuesta es obviamente negativa: gusten o no, jamás se le atribuyen a Godard esos desvíos, no se dice que falló una actuación o la fotografía, el montaje o la verosimilitud. Etcétera. Y eso ocurre porque Godard no es un cineasta normal, sino uno que establece los parámetros que rigen su cine a medida que filma y no su adecuación a un molde. Eastwood es la misma clase de cineasta que Godard, solo que no es tan obvio que lo sea. No es francés sino americano, no es un cineasta radical sino un director de la industria, pero las películas de Eastwood son acaso menos parecidas entre sí, más imprevisibles y más libres que las de Godard. Hay pocos cineastas que hagan lo que quieren de un modo tan olímpico e incluso que se pueda predicar que sus películas son suyas. Eastwood filma rápido, rechaza los adornos y su mirada llama menos la atención sobre el mundo que sobre el hecho de que, detrás de la cámara, hay alguien que está mirando el mundo. Esa manera es personal e irreductible a un dogma, una moraleja, una filiación política, un uso de la técnica y menos aun a lo que se conoce como “contar historias”. Dicho de otro modo, Eastwood es un autor. Como Godard y unos pocos más (pero elegimos a uno que nació el mismo año). Por eso, porque Eastwood es un autor, es muy raro que aun quienes eligen denostar Cry Macho frente al resto de su filmografía, hayan elogiado especialmente en el cine de Eastwood la fotografía, el montaje, las actuaciones, el guión, el suspenso, o la ingeniosidad del relato. Ni siquiera la música, que es algo que a Eastwood le interesa especialmente (como a Godard): porque la música está en otra parte. Y Cry Macho es un perfecto ejemplo de que no es la técnica ni el virtuosismo lo que cuentan en su cine sino el placer. Pocos cineastas contemporáneos son capaces de reflejar ese placer y de compartirlo con el espectador. Y el placer está en proporción directa con la libertad, es decir con la liberadora certidumbre de que el cine está más allá de sus piezas, de las reglas que, desde cierta perspectiva pedagógica, algunos críticos consideran como lo cinematográficamente correcto. Cry Macho es, como todas las películas de Eastwood, un caso particular. Es decir, una película que tiene sus peculiaridades. Una es que se filmó durante la pandemia y eso enrarece los espacios y los movimientos, como para que no haya mucha gente en una locación (incluido el personal técnico) ni mucho contacto en los pocos espacios cerrados. Filmada en Nuevo México, simula transcurrir casi enteramente del otro lado de la frontera pero la Ciudad de México, por ejemplo, se reduce a un caserón campestre amplio, con habitaciones enormes, y un rarísimo ruedo en el que pelean gallos, aunque los participantes humanos están muy separados. La mayoría de las escenas parecen construidas a partir de esa utilización del espacio. Otra característica de Cry Macho es que se basa en la novela homónima escrita por Richard Nash. Eastwood ha utilizado más de una vez material literario para sus películas y me gustaría recordar el caso de Los puentes de Madison, donde el original era infumable y la película una maravilla. Pero ciertos momentos del libro no dejaban de emerger como fantasmas en la película, como si el film tuviera otro debajo como los cuadros que no ocultan del todo una obra previa. No leí el original de Nash, del que la película se aparta según la sinopsis, pero los personajes son más o menos los mismos y en el centro del relato está el viaje a México de un vaquero para traer al hijo de su patrón. Eastwood procede como hizo siempre: elige un tema porque ve allí una película y sigue el esquema del libro (o de un guión ajeno, lo mismo da), pero es apenas una referencia para lo que quiere hacer. Así, el guión funciona como un telón de fondo de un espacio y un tiempo que constituyen el núcleo del film, su materia autoral por así decirlo, como si invirtiera el lugar que el escenario y el guión ocupan en el cine convencional. Y otra cosa que suele hacer Eastwood (y en Cry Macho lo hace de un modo magistral) es estirar o acortar el tiempo de las escenas siguiendo su pulso de gran cineasta. Esa es la sabiduría de Eastwood como director que filma casi siempre tomas únicas cuya duración es el secreto de su placer y del nuestro. Son las cosas que sabe hacer Eastwood, son las cosas que aprendió a lo largo del camino como dice su personaje Mike Milo cuando le preguntan dónde aprendió el lenguaje de señas de los sordos. Milo sabe domar caballos, cocinar, curar animales, dormir a la intemperie: son las huellas que deja la vida junto con la dificultad para caminar y la tozudez. Cry Macho participa de varios géneros: la road movie, el buddy-buddy, la historia de iniciación, el film de choques culturales la épica de la frontera, (hasta creí ver en ella una velada refutación de alguna novela de Cormac McCarthy), pero esas filiaciones son superficiales, una referencia más, porque hace mucho que Eastwood no hace un cine de género, ni tampoco hace cine de Hollywood (si es que alguna vez lo hizo). Es hora de repetirlo, pero viene al caso: a Eastwood no le importa la psicología del patrón que lo despide pero lo ayuda, o las disputas entre ese personaje y su mujer. Son tenues puntos de apoyo para que la narración se acelere y se detenga donde el director quiere. Y en Cry Macho, Eastwood se detiene en dos cuestiones. Una son los animales: Como Hatari de Hawks o India de Rossellini, Cry Macho es una gran película de animales, aunque el reparto está compuesto de caballos, cerdos, perros, ovejas, bichos mucho menos glamorosos que las jirafas o los elefantes. Y, además, esta es la mejor actuación de un gallo en la historia del cine. Un gallo que se sienta a la mesa con los personajes humanos, un gallo que salva heroicamente a los protagonistas con su intrépida intervención, un gallo que pauta simbólicamente el intercambio afectivo entre Milo el viejo y Rafo el adolescente. La otra cuestión en la que Eastwood se detiene es el romance otoñal entre Milo y Marta, la encantadora mujer con cuatro nietas que regentea la cantina en la que la permanece película durante la parte más emotiva de su metraje. La relación de Milo con Marta es más que un romance: es el hogar al que nunca es tarde para llegar como dice la canción del título. Pero también un lugar propicio para despedirse, para bailar al compás de Eydie Gormé y Los Panchos el bolero que dice: “Pasarán más de mil años, muchos más / Yo no sé si tenga amor la eternidad”. Creo que a los noventa y un años, Eastwood se regala un cuento de hadas y piensa en un mundo que queda más allá de la materia mientras nosotros pensamos si no estamos viendo su última película Tal vez por eso Cry Macho tiene ese aire tenue, distendido, en el que importan menos que nunca los géneros, los actos, los conflictos, las motivaciones, las justificaciones, las líneas de diálogo. Solo cuentan el placer y la paz: el del director, el de los personajes, el de los animales, el del paisaje árido y el camino polvoriento. Todo lo contrario del éxito y la gloria, “estúpidos y sobrevalorados”. Nada es ostensible, espectacular, truculento en Cry Macho y lo único incurable, como le susurra Mike a Rafo cuando le llevan el perro de la mujer del policía, es la vejez. Pero las palabras que se pronuncian en la película contribuyen, sobre todo, para confirmar que no hay ciencia más inútil que la dramaturgia. Una de las muestras del virtuosismo secreto de Eastwood es el uso que hace de la traducción. Se supone que Milo solo habla inglés y, como Rafo es bilingüe, debe traducir al español lo que dice el gringo y al inglés lo que dicen los personajes mexicanos. Pero en las escenas entre Milo y Marta, Rafo traduce las obviedades y Marta entiende todo. Unas escenas más tarde, vemos a Milo contándole cuentos en español a las nietas de Marta. Pero la traducción (optativa o innecesaria) se usa como otro recurso para hacer las escenas más cortas o más largas, para hacerlas más amables y emotivas. Película que se ríe de los géneros, que usa un ave de corral como estrella, que transcurre en el terreno de Nunca Jamás, Cry Macho es luminosa, frágil y un poco triste, como corresponde a la felicidad de los viejos.
Zona Norte Hacer una película comercial tiene mucho en común con robar un banco. Ambas disciplinas requieren de una preparación, una ejecución y una posproducción. Un robo hay que pensarlo, planearlo, financiarlo, ponerlo en práctica y saber cómo gestionar lo producido. Igual que una película, un robo tiene un guion y un casting y, aunque el plan sea perfecto, puede fallar por distintas razones. Pero, ante todo, el robo y la película tienen un objetivo común: ganar dinero. El botín o la recaudación aguardan al final del camino. Cuanto más se las piensa, más similitudes ofrecen las dos actividades. Una vez conocí a un productor francés que la había tenido un éxito descomunal con una comedia para consumo doméstico en su país. Tanto que se retiró a disfrutar de los millones y se dedicaba a colaborar gratuitamente con Unifrance entre otras tareas filantrópicas. “Un solo robo y te retirás”, le dice Peretti a Francella en El robo del siglo. La frase me hizo acordar a aquel productor y a su sonrisa satisfecha. Otra semejanza es que para robar un banco hay que asegurarse que haya plata en la bóveda. En el caso del cine, hay dos factores que garantizan parcialmente la taquilla: los actores y el tema. Por razones que los sociólogos aun no han explicado (ni siquiera tengo una hipótesis), hay en la Argentina un subgénero que despierta la curiosidad y el deseo de comprar una entrada: es el policial basado en casos verídicos de la Zona Norte del conurbano. Los antecedentes de El robo del siglo son obvios: El clan, basada en los secuestros de la familia Puccio y El ángel, sobre la vida criminal de Carlos Robledo Puch. En cambio, tal vez por transcurrir en Santa Fe, Tesoro mío de Sergio Bellotti (un buen director y un tipo querible que murió joven), basada en el caso Fendrich, el tesorero de un banco que se llevó la plata, no haya sido un film taquillero. O tal vez por no tener un elenco con figuras. O tal vez por no tener una producción, una distribución y un marketing importantes. No sé. A diferencia de El clan y de El ángel, que tratan sobre asesinos, El robo del siglo comparte con Tesoro mío su carácter incruento. Su éxito desmiente que el interés por el Policial de Zona Norte sea puramente morboso, aunque siempre es interesante para el ciudadano pacífico y cumplidor de la ley la posibilidad de conocer la tentación de su lado oscuro. El robo al banco de Acassuso fue espectacular y se lo sigue recordando. Y además, en la película actúa Francella. De modo que en la bóveda había plata y la película era un proyecto viable y un gran hit potencial. Las similitudes entre el cine industrial y el robo de bancos se multiplican en este caso, ya que El robo del siglo trata sobre el robo de un banco. Eso lleva a preguntarse si la película como proyecto y realización está a la altura del acto brillante concebido y perfectamente ejecutado que le da origen. Como diría un ex vicepresidente, la respuesta es negativa. Si bien la fotografía y la dirección de arte ayudan al espectador, el film tiene poca tensión dramática, escenas innecesarias, personajes fallidos, un modo de hablar propio de la publicidad, un tono costumbrista y el humor convencional propio de las comedias argentinas de consumo masivo. Dicho de otro modo, carece de la consistencia y la solidez que tuvo el robo. Es cierto que tanto el robo como el film tuvieron un resultado feliz. Se recaudó mucho y la mayor parte de la plata no se va a devolver, ni falta que hace. El que los ladrones hayan ido presos durante un tiempo es un detalle menor, como podría ser que la película reciba alguna crítica desfavorable o no se exhibida fuera del ámbito doméstico. El golpe ya está dado. El parecido más notable entre el robo y la película es que aparentan ser una cosa pero son otra. Quienes planificaron el robo de Acassuso escribieron un guión genial, basado en una sorpresa que el espectador va conociendo de a poco, si es que no se acuerda de algo difícilmente olvidable. Hay dos maneras de robar un banco: a mano armada o entrando clandestinamente en el edificio. La gran idea del robo del siglo (la película la menciona explícitamente) fue simular un asalto a mano armada como pantalla para encubrir un robo boquetero que terminaba en una huida fluvial. Pero el director Winograd y los guionistas Zito y Araujo tenían un problema: que la idea que articulaba la película era ajena y era imposible encontrar una mejor en referencia al robo. Esto no era Nueve reinas, en la que Fabián Bielinsky (otro director que dirigió policiales y murió demasiado pronto) inventa todo con gran despliegue de talento. Aquí, fueron los ladrones los que inventaron todo. Supongo que los realizadores tenían frente a sí dos posibilidades. Una era intentar una reconstrucción seca y minuciosa, que sostuviera la tensión mediante el apego al detalle. La otra, que fue la utilizada, era darle al robo un paso de comedia, adornarlo con chistes, crear dificultades en la trama producidas por máquinas que no arrancan para lograr (sin éxito) momentos de suspenso o compensar con una hija bonita la ausencia de personajes femeninos. Pero, sobre todo, colocar en el centro del film el histrionismo forzado, televisivo, de los personajes de Francella y Peretti, no solo en detrimento del resto sino sacrificando a la pareja a sus estereotipos: el delincuente profesional, audaz y autoritario, músculo y financiador del atraco por un lado y el cerebro, un artista plástico marihuanero que va al psicoanalista para sentirse limpio y tiene una solución para todo. Mientras los ladrones fueron extremadamente minimalistas y, no solo se rehusaron a usar armas verdaderas porque no las necesitaban sino que utilizaron para engañar a la policía el apego de esta a los clichés del cine y la televisión, el film procede a la inversa y se estaciona en todos los trucos y clichés que le proporciona la industria para halagar al espectador. Hay un momento en el que la película confronta con su modelo. El asalto requiere de los ladrones que uno de ellos simule negociar con la policía su entrega y la liberación de los rehenes. Es decir, todos tienen que actuar, pero en particular quien debe hablar con el exterior. Allí los dos sistemas, el delictivo y el cinematográfico, se superponen. Francella se entrena entonces tomando clases para sentirse relajado y parecer verosímil. Uno de los momentos más incómodos de la película es aquel en que Peretti le dice que tiene que actuar y Francella hace que se niega con una especie de falsa modestia. Es un chiste interno y un guiño externo, pero deja a la estrella un poco en ridículo por su exhibición de soberbia. Las clases de teatro que toma Francella son la muestra de que Winograd entrega la trama delictiva —que es su verdadero capital— al arte dramático. Es como si quisiera convencerse de que los ladrones necesitan del cine y no a la inversa. Que el mundo es secundario y, en todo caso, puede moldearse a voluntad con los recursos más banales del espectáculo. Más curiosa que esa confesión de intenciones es la tendencia de El robo del siglo a cubrirse con un discurso moralista. La mencionada terapia limpiadora de culpa a la que acude el personaje de Peretti y su insistencia en que nadie resultará verdaderamente dañado corren parejas con las promesas que el de Francella le hace a su hija de que no va a volver a delinquir. Como si la película tuviera que dejar claro que el crimen es malo y se plegara a una exigencia de buena ciudadanía. Incluso, la defensa que Peretti hace durante todo el film de la marihuana como fuente de lucidez, encuentra al final una frase descalificadora por parte de Francella. Es como si los productores hubieran querido demostrar que es una película sana, como para que no tenga problemas de censura o de calificación. Otro momento molesto de El robo del siglo es aquel en que Peretti cita (creo que el actor es consciente del cliché y la pedantería y le da un poco de vergüenza) esa frase que se le atribuye a Brecht, pero que seguramente alguien formuló antes. “Más grave que robar un banco es fundarlo”. Tal vez debería ser reformulada de este modo: “Más grave que robar un banco es hacer una película sobre el robo de un banco”. Winograd, como Peretti, debería prometerle a sus hijos que no reincidirá en el crimen. O, al menos, ir al psicoanalista para que lo absuelva. En realidad, tiene derecho. Como los ladrones de Acassuso dejaron escrito preventivamente aunque sin mucha poesía: “En barrio de ricachones, sin armas ni rencores, es sólo plata y no amores.” El cine se parece demasiado a la Zona Norte. Por qué tomárselo en serio.
El miércoles pasado asistí a la función de prensa de esta película en el microcine de la DAC, donde pude comprobar el lujo y la modernidad del nuevo edificio de la asociación de directores. Me había invitado José Luis De Lorenzo, responsable de esta página. Él también asistió y, a la salida, fuimos a tomar un café. Lo primero que le dije (JL es un hombre veraz y no me dejará mentir) fue: “Es una película de Llinás”. Me preguntó por qué decía eso y le contesté que llegué sin saber nada de Claudia y la estaba viendo con cierta perplejidad, hasta que creí reconocer la voz de Mariano Llinás en el teléfono, cuando un personaje anónimo amenaza de muerte al padre de la novia y da a entender que ambos son parte de una secta. Después, la presencia de algunos nombres en el reparto y los agradecimientos a Llinás y a su equipo reforzaron mi presunción. La proliferación de situaciones sin explicación y de monólogos rebuscados (recuerdo, en particular, una escena con el Tarot) también sugerían que Llinás había metido mano en la película. No sé si es cierto en un sentido estricto pero es indudable que Claudia es una película que reúne varios parámetros de su cine. En particular, la ausencia de una trama consistente, ya que Claudia funciona como si el argumento original hubiese sido desarmado por la aparición continua de elementos arbitrarios y heterogéneos que vuelven la trama incomprensible. Y, también, por el empeño en que los personajes no se hagan querer por el espectador y este mantenga con ellos una relación distante. Al terminar nuestra charla, le dije a De Lorenzo que la película se dejaba ver, que tenía algunos buenos momentos pero que el deliberado y obvio propósito de sembrar pistas falsas y evitar la emoción había conspirado contra mi paciencia. En cuanto a la autoría de Claudia, no importa demasiado si Llinás intervino o no en su realización. Es un poco lo que ocurre con los crímenes del clan Manson (un tema de moda en estos días): una vez que los discípulos internalizaron las consignas del líder, no importa si ejecutaron sus órdenes directas o actuaron por su cuenta. Lo indudable es que Claudia es una película de Llinás, como las de Llinás, à la Llinás o como prefieran. Lo mismo da. Me permito escribir en estos términos porque el domingo pasado, Mariano Llinás publicó en Página/12 una encendida defensa de Claudia en la que niega haber participado, más allá de la oscura y acaso metafórica afirmación de que el equipo de De Caro le había pedido prestados “sus libros de brujería y ocultismo”. Sin embargo, la nota es una evidente declaración de padrinazgo sobre la película. Más que declarar su admiración por Claudia, Llinás la coloca bajo su protección, la inscribe en su propio sistema cinematográfico. Llinás empieza diciendo que De Caro no hizo lo que se esperaba de él: una screwball comedy, “un objeto comercial lleno de oportunidades para el disfrute del productor: Números musicales, infinidad de roles pequeños para que las vedettes de la televisión, los instagramers y los influencers repartieran sus gracias a lo largo del permisivo metraje.” Pero, continúa Llinás, después pudo advertir que en el elenco: “mezclados con los atletas de la tribu televisiva aparecían aquí y allá nombres feroces, nombres de la ultratumba del teatro y el cine independientes”. O sea, que en Claudia hay dos clases de actores y actrices: los despreciables de la “tribu televisiva” y los valiosos “de la ultratumba del teatro y el cine independientes”. Es decir, los que Llinás y su productora suelen utilizar. Pero detengámonos un poco en ese oblicuo elogio a la “ultratumba del teatro y el cine independientes” (que, desde luego, no es tan subterránea como la hipérbole que Llinás pretende) que proporciona una pista muy clara sobre la influencia del teatro en su obra. El teatro siempre tuvo algunos problemas con el cine. Tanto en el mudo como al principio del sonoro era común que los actores declamaran en vez de actuar. Poco a poco, sin embargo, se fue advirtiendo que había un modo de actuación específicamente cinematográfica: sobre ella se asentaron tanto el Hollywood clásico y la Nouvellle Vague. En ambos casos (la cinefilia proviene básicamente de comprender esta novedad estética) la presencia de los actores en la pantalla era de un valor enorme, ya fuera la de John Wayne en The Searchers o la de Ana Karina en Vivir su vida, películas opuestas casi en todo sentido. La fascinación, el encanto de la presencia humana en la pantalla, no venía del teatro, ya que era completamente ajena a los escenarios. En la Argentina esto fue comprendido tardíamente: el cine nacional siempre tendió a lo retórico, a un costumbrismo de origen teatral marcado por el subrayado y el amaneramiento. En los años sesenta, apareció en el llamado “teatro independiente” de entonces la moda del “distanciamiento brechtiano”, por el cual los actores debían mantener una distancia con los personajes porque eso permitía la crítica revolucionaria. De allí surgió un nuevo amaneramiento que politizó el costumbrismo. Con el tiempo, este se convirtió en un brechtismo cínico, de actores que no solo se distancian de sus personajes sino que más bien los desprecian, a veces incluso sin darse cuenta. De ese teatro que atenta contra las cualidades de la figura humana en el cine abrevó Llinás para hacer películas que cortan cualquier identificación por parte del espectador y lo dejan huérfano de empatía con los personajes. En la nota de Página/12 lo sintetiza en estos términos: “Sebastián (De Caro) no iba a hacer un film simpático.” Esto quiere decir, en particular, que a cambio de la simpatía, de la seducción de los actores, de su fotogenia o del brillo de su interacción, el espectador recibe una estructura despojada de afectos. Le queda, a cambio, la posibilidad de admirar ese cine haciéndose cómplice de su propuesta. Buena parte del cine argentino actual trabaja sobre la base de esos personajes-marionetas. Llinás agrega que, contra lo que se esperaba de él, “De Caro iba a soltar sobre la mesa el póker de ases del misterio y la crueldad.” No está claro si faltan otros dos ases, pero con esos dos alcanza. Es curioso, sin embargo, el particular mecanismo de la crueldad en una película como Claudia. Siempre según Llinás, Claudia y De Caro rompen con una mala palabra que es “profundidad”. Curioso que esa idea se enuncie después de haber hablado contra la screwball comedy, acaso el más superficial de los géneros. Advirtiendo la posible contradicción, Llinás agrega que De Caro rompe también con el género, palabra a la que atribuye ser “el santo y seña del que se vale el pensamiento más convencional y cobarde”. Dicho de otro modo, las películas no deben ser profundas, pero tampoco deben ser de género. Y, en cambio, deben ser crueles. ¿Crueles como El ángel exterminador, preguntará alguien? Tal vez esa sea la respuesta con respecto al segundo as: el misterio. En Claudia, como en la película de Buñuel, hay misterio. La diferencia es que en un caso, el misterio (“por qué los protagonistas no pueden abandonar la casa”) es una premisa de la narración que nunca se explica pero le da consistencia: todo gira en torno a esa dificultad y es coherente con ella. Eso produce angustia, dolor y revela una desnudez en los personajes que la vuelven una película tocante. En Claudia, en cambio, en palabras de Llinás: “la narración avanza aquí como una sucesión de incertidumbres, de pequeños y eufóricos caprichos.” (…) Es un film que defiende su gratuidad como una bandera, su misterio como un norte, su secreto como un Grial.” Dicho de otra manera, no es que haya un misterio en ese casamiento (¿por qué no se quiere casar la novia?) sino muchos, uno a cada rato (¿qué es esa secta amenazante?, ¿qué se propone?, ¿qué pretende la protagonista?, ¿qué papel juega el mago?, ¿qué significan las preguntas idiotas que le hacen a los que asisten a la fiesta?, ¿sabe Claudia lo que pasa y colabora secretamente con el complot, ¿hay toda una explicación alternativa?, etcétera.) Es decir, a diferencia de El ángel exterminador, donde no se entiende por qué pasa lo que pasa (y esa incógnita admite interpretaciones políticas, psicológicas o metafísicas), acá no se entiende qué es lo que pasa porque todo es lo mismo y, en definitiva, no importa. El misterio, dice pomposamente Llinás, es un secreto. Pero un secreto vacío, la nada misma. Una nada que hace mover la trama pretendiendo que es algo, que existe. Pero no, el chiste es que detrás de los afanes de los personajes no hay ninguna explicación. El mecanismo podría enunciarse así: “cualquier expectativa del espectador debe ser disuelta; le esté prohibido desentrañar el misterio porque el director tiró la clave de la explicación al río”. A esa prestidigitación con el argumento, Llinás lo llama: “un perfecto engaño, una perfecta traición ejecutada a la vista de todo el mundo, con la altivez festiva de una tarántula.” El único problema es que el espectador, más que sentirse traicionado, puede sentirse despreciado. Como si la película fuera un complot del director y los actores contra los personajes y contra él. Un complot en el que la que se divierte es solo la tarántula. No solo se divierte, se festeja a sí misma en la prosa apadrinadora de Llinás. Hay algo efectivamente cruel en ese cine de la tarántula, pero se trata de algo que ocurre fuera de la pantalla. Dice Llinás: “Como nadie ignora, la batalla del cine ha sido desde el comienzo la del prestigio, y desde siempre ha habido tontos que han exigido que sus imágenes se legitimaran por elementos exteriores”. Lo curioso es que la defensa que hace Llinás de Claudia, una película muy poco generosa a raíz de su solipsismo, coloca a los espectadores frente al dilema de aplaudir lo que no les gusta solo porque la película viene protegida por otro tipo de prestigio. Como en una época era obligatorio legitimar las películas por “el tema, el mensaje, el subtexto, la profundidad” (dice Llinás), ahora se intenta legitimarlas por su superficialidad, su capricho, su oscuridad, su falta de emoción. En definitiva, por su renuncia a la simpatía, a la belleza. Llinás afirma que en Claudia todo es bello y escalofriante. Y, sin embargo, es difícil encontrar algo que lo sea: la gente, los decorados, las acciones, los diálogos, los movimientos son el testimonio de una fealdad que deriva del desprecio que la película les tiene. Tal vez solo los números musicales, despegados del resto, pueden disfrutarse sin que el guion interponga sus idas y vueltas absurdas. El cine que propone Llinás y ejecuta De Caro es un cine sin imágenes, sin espacio y sin tiempo, pero saturado en cambio de muecas. Un cine sin placer y lleno de subrayados aunque en teoría se oponga al cine vulgar de los que no están apadrinados. De todos modos, más allá de su manierismo y sus escamoteos, hay algo que mantiene Claudia en tensión, que evita que sea una obra completamente inerte. Es Dolores Fonzi (Claudia), a quien la película pone en un lugar imposible. Su personaje, una organizadora de eventos sociales, es una obsesiva que trabaja para una empresa totalitaria y repite lemas vacíos sobre el orden y la eficiencia. Claudia se expresa mediante lugares comunes, no tiene pareja ni amantes y su único capital humano es la tenacidad y la obediencia de su ayudante (otro personaje de caricatura pero remotamente simpático). Desde allí, sin embargo, elige buscar la verdad, aun desobedeciendo a sus jefes. No se entiende bien qué verdad busca ni cuál es su estrategia (en el fondo, sabemos, no hay verdad). Pero Fonzi la pelea. Es decir, como si fuera un caballo cargado de peso suplementario, trata de conferirle humanidad a lo que hace. Fonzi es una actriz popular, mainstream, acaso una parte de la despreciable “tribu televisiva” y su registro es de una intensidad que escapa a los parámetros de la escudería Llinás. Fonzi exhibe una rebeldía contra la situación y contra las limitaciones que el guion le impone: eso le permite, a diferencia de todo el elenco, no ser una caricatura y proponerle al espectador que la acompañe. Fonzi hace que la película siga viva a pesar del peso muerto de los caprichos del guion y, aunque la condene a una doble derrota porque tiene el mandato de no ser simpática (la película, no Fonzi) y, en lugar de premiarla con la solución del enigma principal (y premiar, de paso, al espectador por su empatía con ella), la haga fracasar disolviendo el enigma y hasta proponiendo un segundo, innecesario y macabro final (circular para colmo, porque de entrada De Caro le mata al padre en otro acto gratuito de la tarántula). Sin embargo, la encarnizada batalla de Fonzi canaliza la rebeldía de la neurosis contra el orden jerárquico. Cargada con sus obsesiones, de puro humana como debe ser una actriz de cine, lucha todo el tiempo contra la inanidad de lo que se supone bello porque es siniestro. Es que el cine, entre sus ventajas, tiene la de colarse por los resquicios que le dejan los directores, aun los directores-tarántula.
Cuentan que cuando Tarantino presentó Había una vez… en Hollywood en Cannes, pidió que no se hablara de ella para no arruinarle el placer a los futuros espectadores. No sé si alguien siguió el consejo, pero dio la casualidad de que el martes pasado llegué a la función de prensa porteña (¡había una multitud!) sin saber nada de la película. Bueno, solo sabía que la había dirigido Tarantino y que tenía algo que ver con los crímenes del clan Manson. Es decir, la vi exactamente en las condiciones que el director pretendía. Pero por eso me pasé toda la película temiendo que Sharon Tate fuera asesinada en pantalla. Y temía terminar viendo eso. Si hubiera sabido que la muy bella Sharon, interpretada por la muy bella Margot Robbie no muere porque la película toma otro camino y construye una realidad paralela como si fuera una secuela de Volver al futuro, la habría disfrutado más. Lo curioso es que, una vez que la película establece su propia narrativa y pone en el centro a los ficticios vecinos del matrimonio Polanski en lugar de a las malhadadas víctimas y a sus siniestros verdugos, el final es lógico y tampoco es importante si se revela o no. Sin embargo hay algo que sí conviene revelar, para que el espectador no se prive de un momento importante del film. Es algo que ocurre durante los títulos que no vieron los amigos con los que me senté el martes porque huyeron sin prever que Tarantino les tenía preparado un mensaje. Yo me quedé como hago siempre para ver la lista de las canciones, que en una película de Tarantino son siempre muchas e importantes. Pero no pude leerla ya que pasaban muy rápido y ocupaban solo la parte izquierda de la pantalla. A la derecha Rick Dalton (el personaje que interpreta Leonardo DiCaprio) filmaba un comercial de cigarrillos. Al final, tira el que está fumando, dice que es una mierda, critica el poster con su imagen y maltrata a los integrantes de la producción. Hay una vieja leyenda urbana que también circuló en la Argentina, sobre un conocido locutor que hacía una propaganda de pastillas en televisión en directo y, cuando creía que el director había cortado, tiraba la pastilla y emitía un sonoro ¡Puaj! que salía al aire. Pero ustedes son muy chicos y no deben haber escuchado hablar de la época en la que los avisos se hacían en directo. En realidad, es posible que Tarantino tampoco haya sido testigo de esa época, por más que la televisión juegue un papel importante en Había una vez… en Hollywood, ya que la película está ambientada en un momento en la que la industria del cine estaba muy vinculada con las series televisivas y los profesionales (en particular los de segunda línea como Rick Dalton), pasaban continuamente de un medio a otro (algo parecido ocurre ahora). De todos modos, esa escena del comercial es más que uno de esos gags que se suelen incluir como bonus track en medio de los títulos. Es más bien un comentario sobre la relación de la propia película con el mundo exterior: en la ficción del aviso, los cigarrillos Green Apple son fabulosos, mientras que en la realidad dejan una sensación terriblemente desagradable, como la que dejan los crímenes de la banda de Charles Manson. Pero hay aquí algo más profundo, que tiene que ver con el planteo moral de la película. Es algo que me va quedando claro a medida en que escribo. Tal vez una buena película sea aquella en la que el virtuosismo de la realización deja entrever una moral que no está establecida previamente sino que surge de su propia materialidad. No hay duda de que esta es una película virtuosa, llena de momentos deliciosos y de escenas divertidísimas. Y que, además, logra una reconstrucción de Los Angeles en los sesenta que pone en evidencia el fracaso de Paul Thomas Anderson en la adaptación de Inherent Vice, la novela de Thomas Pynchon. Tarantino consigue el milagro de recrear un momento único de la historia americana aunque su preocupación no sea la historia sino la historia del cine. Los protagonistas de Había una vez son dos tarambanas encantadores. Rick Dalton es un actor en decadencia, alcohólico, vano, histérico, cobarde en un sentido físico, pero también en relación con su carrera, ya que el tipo tiene talento, como se lo hacen notar tanto el representante que interpreta con mucha gracia Al Pacino, como la niña prodigio que es compañera suya en el set. Dalton prefiere hundirse en papeles de villano cada vez más secundarios porque no le da la cabeza para salir de su provincianismo. Su media naranja, Cliff Booth (un brillante Brad Pitt), es su doble de acción, su chofer y su niñera. No es su amante porque la camaradería masculina tiene sus códigos (como bien lo explica José Miccio en su revisión de Perros de la calle para este dossier). Pero, sobre todo, es la parte que le falta a Dalton: Cliff es valiente y le da lo mismo el triunfo que el fracaso. Si bien es un bravucón, tiene la ética del héroe de western de la que carece Dalton y no se equivoca cuando elige sus adversarios. Aquí hay que dar un clásico salto de la crítica, acompañando la puesta en abismo que siempre aparece cuando una película trata sobre películas. Sabemos, porque Tarantino nos lo dice todo el tiempo y lo subraya al final, que Dalton no debe confundirse con los personajes que interpreta (aunque la gente, casi para su sorpresa, lo admira por ellos). Pero también hay que distinguir a Dalton y Booth, los personajes de una ficción particular, de su lugar como arquetipos de la comedia humana que Tarantino siempre quiere describir aunque no siempre lo consiga. Pero esta vez logra que su descripción del mundo sea más articulada y más nítida ya que apunta a otro escenario, que es el del cine en la era de la corrección política. Tarantino venía haciendo una serie de películas que podrían denominarse “la venganza de las víctimas”. Tomaba una minoría perseguida y la dotaba de los elementos para defenderse de sus opresores: mujeres contra los machistas, judíos contra los nazis, negros contra los esclavistas sureños. Sin embargo, su película anterior, The Hateful Eight, era menos maniquea y la línea se quebraba: todos los personajes eran malos a su manera y hasta quienes se proclamaban como víctimas podían ser verdugos. Pero ahora, Tarantino encuentra una síntesis que resulta más honesta: las víctimas a las que Había una vez se propone reivindicar son sus compañeros de profesión. En Había una vez.. en Hollywood, los buenos son los actores, los directores, los productores, los agentes, los técnicos, los dobles. No es que sean perfectos. Muy lejos de ello, son grandes tontos y grandes frívolos. Son capaces incluso de tremendas villanías, como la que probablemente haya cometido Cliff asesinando a su ex mujer. En un flashback que me hizo pensar en la muerte de Natalie Wood (tal vez asesinada por Robert Wagner), se ve al personaje discutiendo con su ex arriba de una embarcación. La mujer es una arpía y luego nos enteramos de que sus colegas creen que Cliff la mató aunque no fue condenado. No hay una ofensa más grande a la causa del mee too que esa escena y el hecho de que el presunto femicida sea el gran héroe del film. Pero el mal que puede cometer un individuo, parece decir Tarantino, será siempre menos infame que el mal cometido por un grupo. En particular, la secta de Charles Manson, los hippies que abandonaron el Flower Power para asesinar a Sharon Tate y a sus amigos. En el final de Había una vez… en Hollywood, un oscuro doble y sus amigos (que ni siquiera entienden la causa del ataque) se defienden contra una banda que se adjudica el derecho de exterminarlos (como dice una de sus integrantes), “porque nos ensañaron a matar en cada serie de televisión que no fuera Yo quiero a Lucy”. Creo que subyace al planteo de Tarantino la idea de que esa moral apocalíptica y sectaria es la que ha terminado por regir hoy en Hollywood. En ese punto interviene la cinefilia del director o, mejor dicho, alcanza su dimensión utópica, y reclama ser entendedida como algo mucho más importante que un pasatiempo o un acumulación enciclopédica. Porque el cine, nos dice Tarantino, incluso ese cine de segunda mano que es la televisión, es capaz de producir belleza. Y eso redime a quienes colaboran para que la belleza sea producida. El mundo de la farándula, el mundo de los dos tontos encantadores que protagonizan la película, puede ser fatuo, grotesco, cruel, reaccionario, innoble. Es el mundo en el que Polanski seducía a Sharon Tate (y a algunas menores de edad) como ocurrió en Hollywood desde Charles Chaplin y Fatty Arbuckle. Ese mundo fútil y pecador, tan bien representado en la fiesta de la mansión Playboy a la que Sharon Tate está tan contenta de ser invitada. Tarantino muestra a Margot Robbie como un ángel, disfrutando de su propia película en un cine. Su deslumbrante belleza, su perfecta ingenuidad son la cinefilia misma, porque el cinéfilo vive para atesorar esos momentos que solo acontecieron en la pantalla. Esos momentos que están completamente fuera del alcance de los miembros del clan Manson, tan drogadictos y promiscuos como la contrapartida de las estrellas de cine a las que odian. A falta de esa comprensión, están convencidos de que tienen derecho a exterminar a “esos cerdos” por razones ideológicas. Contra ellos, contra su estupidez, su fealdad y su maldad superlativa se dirige la violencia de la película. Pero a diferencia de los nazis y los confederados, que en definitiva fueron derrotados por la historia, es posible que los discípulos de Manson se hayan salido con la suya y el cine sea condenado en su conjunto como un arte demoníaco en una era en la que el mundo ha dejado de creer en el diablo. Es posible que Tarantino se haya propuesto dejar un testimonio de que una pantalla todavía puede articular la libertad y la belleza. Pero hacerlo conlleva sus riesgos, algo que nadie entendió cuando Sharon Tate y sus amigos fueros asesinados en la casa de Roman Polanski. Entonces, el mundo todavía era joven.
Buenos Aires nos pertenece El título podría referirse a una persona, pero no hay ninguna en la película (por lo menos en su versión terminada) que pueda merecer esa frase. En cambio, el sujeto de tal amor bien puede ser Buenos Aires. Y hasta se podría ligar el título con un famoso verso de Borges, aunque no hay espanto en el film de García Candela. Sí, en cambio, una declaración de amor a la ciudad bajo la forma de una recorrida nocturna detrás de Francisco (Matías Marra), un veinteañero que busca una chica para salir y se encuentra con diversos obstáculos y distracciones. La trama de Te quiero tanto que no sé no es muy intrincada. Es más bien rala, como si hubiera partido de un guión con más peripecias pero se hubiera terminado reduciendo a unos cuantos episodios no del todo conectados entre sí. Francisco empieza la película en el raro negocio de artículos para chicos que tiene con un amigo, después va a buscar a su hermano a una Unidad Básica y luego lo acompaña a pelearse con la novia que está con otro. Después se queda solo con la novia del hermano (gran escena de baile sentados), después habla con una tal Paula y queda en encontrarse con ella, pero en el camino aparecen jugadores de fútbol, vendedores de viejos rollos de películas argentinas, una visita guiada que pasa por la puerta del Nacional de Buenos Aires, una amiga que vive en la Boca, otra chica, una estación de servicio, un boliche, un auto que no anda, el amigo que le pide que vaya a una fiesta… En fin, no pasa demasiado, pero lo suficiente como para que transcurra la noche y Francisco termine solo, comiendo un pancho al aire libre cuando ya amaneció, con la misma expresión de desgano que exhibió desde el principio, aunque se trata más bien de un desgano desganado: sería contradictorio que en una película de emociones tibias, de sonrisas a medias, de clima templado y de atmósfera amable, el desgano fuese profundo, dramático, existencial. La pieza clave en el dispositivo cinematográfico de Te quiero tanto son las canciones. Cantadas a capela por los actores o por el trovador callejero que interpreta con gran estilo Franco Guareschi, las canciones (baladas románticas algún tema militante), le dan vida a la película, le agregan una verdad emocional a su fría elegancia. Son el complemento perfecto para las mejores escenas, las de Francisco con las chicas. Tanto en las canciones como en esos diálogos que parecen improvisados, hay un común denominador de libertad y encanto. Las canciones hacen pensar en Conozco la canción, menos por la función que tienen en el film de Resnais (aquí no son comentarios sobre la trama) que por el propio título: cuando alguien comienza a cantar una canción, los que están cerca la conocen y se suman. (Cuando Guareschi canta “Memorias de invierno” de Charly García, convoca a una pequeña multitud.) En esos momentos que rompen la historia, que la hacen diluirse, creo que el director encuentra lo más personal de su estilo. Todo funciona como si la película original hubiese devenido en otra cosa, menos parecida a un guión filmado y más abierta a una irrupción del placer sensorial. Te quiero tanto sería una película mucho menos interesante sin su aspecto musical. Como otras películas recientes, Te quiero tanto que no sé es una película de jóvenes porteños displicentes. Pero hay una novedad. Aunque podamos reconocer chistes secos a lo Rejtman, enredos a la Matías Piñeiro y hasta monólogos históricos a la Llinás, la ligereza de la película deja adivinar un discurso sobre ese cine y su mundo. Las canciones son el canal que comunica de algún modo el mundo del realizador con el de los personajes y, en ese sentido, la película plantea una notable y curiosa ambigüedad. En esas canciones que todos conocen y sorprenden por la exactitud de su aparición, García Candela ejemplifica una cultura que incluye desde la ideología política hasta el modo de relacionarse entre los sexos, desde un catálogo de vestimentas, alimentos y transportes a una inscripción en la historia del cine. Todos los personajes de Te quiero tanto hablan un lenguaje en común, conviven entre sí y con la ciudad de un modo análogo, celebraran su historia (que incluye sus espacios pero también sus sonidos) y ponen su homogeneidad de estilo por delante de sus diferencias sociales. Película sin adultos, Te quiero tanto que no sé plantea la toma de una ciudad por parte de una generación, aunque de una generación sin entusiasmo. La película es comparable, por ejemplo, con París nos pertenece, pero aquí está ausente la carga sombría y ominosa del film de Rivette con sus conspiraciones y secretos. Al contrario, la particularidad del modo de ocupación generacional de la ciudad (desde luego, esto no es The Warriors ni Pola X) es, por así decirlo, suave y sin conflictos: aunque los protagonistas tienen las costumbres del nuevo siglo, no se apartan demasiado de las ideas políticas o los consumos culturales de sus mayores. Solo que tienen con ellos otra distancia. Cuando Francisco va a la casa de la tía de Macarena, lleva un rollo de película que contiene La civilización está haciendo masa y no deja oír de Julio César Ludueña, raro musical y película emblemática del underground radicalizado de los setenta. Ambos discuten en cuánto se puede vender la película del mismo modo que otras pertenencias de la tía que no les sirven de mucho. El pasado está ahí, es parte de la herencia, puede incluso coleccionarse, pero tiene para los personajes un valor de uso como el colectivo que los lleva a los distintos barrios. Marcos les enseña la ciudad a los turistas y les habla del Motín de las Trenzas o de las clases dominantes en los mismos términos que los militantes de otra época, pero con mucho menos énfasis, como si la sociedad ya hubiera dispuesto una verdad histórica y política universal para consumo de los que tienen esa edad y pertenecen a esa clase. Así es como esos jóvenes votan por el peronismo de un modo automático, pero nunca he visto una militancia menos fervorosa que la de esa Unidad Básica. Incluso, cuando en la puerta del Nacional de Buenos Aires, Marcos menciona las celebridades que asistieron al colegio, omite los nombres de Abal Medina o de Firmenich para evitar las asperezas o, más bien, exhibir esa unanimidad de consenso y sin discrepancias por las que valga la pena confrontar. La ambigüedad aparece cuando uno se pregunta si García Candela hace suyo ese discurso de posesión de una ciudad que se les entrega con tanta facilidad a sus desganados protagonistas. ¿Qué ama de Buenos Aires el realizador? ¿La calles, las noches de verano, la lengua, la facilidad para habitarla? ¿El estilo de vida de sus personajes, la comodidad de una vida modesta y sin angustias, la fluidez de las relaciones? ¿En qué medida suscribe el discurso de sus personajes, aprueba su homogeneidad y su falta de energía, su incapacidad de diferenciarse entre sí, su aceptación de un discurso consensuado? En definitiva, ¿qué quiere decir ese “no sé” del título? García Candela acaba de dar un paso al frente como cineasta. Un paso elegante, inteligente, gracioso, que evitó además el amaneramiento que acechaba su proyecto (un amaneramiento cada vez más notorio entre sus colegas). Pero también fue un paso tímido, un paso coherente con la sonrisa de Francisco, tan parecida a la del gato de Cheshire.
Catorce horas no hacen un río En Evasión y otros ensayos, César Aira incluye uno sobre Salvador Dalí donde habla de la diferencia entre talento y genio. Dice Aira: “El talento hace lo que puede. El hombre de talento puede hacer lo que se propone, y si tiene mucho o muchísimo talento puede todo o casi todo; esto se refiere a lo que quiere hacer, es decir a hacer la realidad, a plasmar en realidad, lo que ha pensado o imaginado… En cambio el genio hace solo lo que puede: está obligado a hacer lo que le manda su genio, pues él no es un mero superlativo de la habilidad o el talento: él está poseído por una fuerza sobrehumana que lo domina… Con esa sumisión paga la admiración, la devoción con la que el consenso universal lo ve… Está sometido a su genio.” Después de leer a Aira y ver La flor, pensé que Mariano Llinás era un genio. Efectivamente, está dominado por una fuerza sobrenatural que lo lleva a hacer cosas distintas a los otros cineastas: películas de catorce horas, relatos en los que todo se cuenta en off, voces dobladas a idiomas extranjeros, pantomimas que recrean obras famosas, textos apócrifos ilustrados en imágenes, una secuencia de títulos de más de media hora entre otras invenciones que podrían ser consideradas simples extravagancias si Llinás no fuera un genio en el sentido aireano de estar poseído por una fuerza incontrolable. En cuanto al talento para el cine, Llinás no carece de él, aunque no lo tiene en abundancia. Uno diría que su veta natural es la literatura, aunque hay un gran equívoco en torno a ese punto. En principio porque su talento no se expresa en novelas, poesías o ensayos sino en guiones, parlamentos y textos de películas propias y ajenas (hay, por ejemplo, uno notable sobre el pintor Cándido López en El cielo del Centauro de Hugo Santiago). Llinás tiene una gran capacidad para imitar registros de otros, desde ese tono borgeano del que ha abusado un poco, a la enunciación wellesiana del noticiero que inaugura El ciudadano con esa voz estentórea y algo paródica. De todos modos, la capacidad de trabajo de Llinás le permitió progresar en la artesanía propia del cine para rellenar los huecos que su genio hiperbólico propone para convertirlos en película. Recuerdo por ejemplo que Balnearios, su primer film, se proponía originalmente como una detallada taxonomía de todas las clases de balnearios de la Argentina; después lo redujo a proporciones manejables y le agregó pasajes de ficción. Lo mismo ocurre con La flor: el proyecto de reunir en un solo film pequeñas historias de género clase B enrarecidas por la violación de algunas convenciones (la ausencia de final, por ejemplo) requiere de un talento superlativo para que el conjunto tenga la frescura y la creatividad necesarias para sostenerse. Pero las historias que componen las catorce horas que dura La flor no son tan fluidas y pertinentes como lo fueron en su momento las “B movies” en manos de sus mejores artífices. Llinás no es Ulmer ni Tourneur y en cambio se dedica a parodiar el género. Sin embargo, la acumulación y la desmesura propias de su genio contribuyen a sostener el gran formato y disimulan la relativa inanidad de cada uno de los episodios tomado aisladamente. La duración le permite, entre otras cosas, entrar y salir de la narración en primer grado mediante la parodia, el pastiche, la torpeza deliberada (una momia que no asusta a nadie, para poner un ejemplo). A veces, Llinás se acerca a Ed Wood, pero en ese registro extragrande y de segundo grado, disimula lo que en otro contexto serían simples fallas. Su genio, como el de Welles, se manifiesta en esa ambigüedad permanente de la que solo el realizador tiene la clave. Claro que la clave para F for Fake (película trabajada hasta el paroxismo en su brevedad) y la clave de La flor (trabajada mucho más en extensión que en intensidad) son muy distintas. Vi la primera parte de La flor hace un año y medio, durante el festival de Mar del Plata 2016, en una función programada por sorpresa que desató una gran expectativa. No fue una experiencia grata. A pesar de algún hallazgo ocasional, las imágenes me resultaron feas y las dos historias bastante tontas. En el recuerdo, me molestaron la misantropía, la aceleración de los personajes y una serie de rasgos caprichosos, como el de doblar a una de las actrices para hacer de catalana sin necesidad. Aunque los incondicionales de Llinás festejaron aquella proyección como si fuera un gran logro, el ambiente a la salida fue de decepción y de cierto hartazgo ante cuatro horas poco estimulantes. En cambio, la presentación de la película entera en la competencia internacional en el Bafici 2018 fue un éxito estratégico en el que el previsible premio a la mejor película fue menos importante que el haber impuesto un concepto. Dos factores ayudaron a que lo de Mar del Plata no se repitiera y que la sensación en el ambiente fuera otra. En primer lugar, las segunda y tercera partes están más logradas que la primera: su entramado, su artesanía, es de una calidad mayor. La segunda parte se mueve en un territorio que Llinás exploró en Historias extraordinarias: la fuerte presencia del relato en off con los actores poniendo el cuerpo y distanciándose de una dramaturgia convencional (casi podría decirse que Llinás elige buenos actores para que no actúen). Pero comparado con Historias, el único episodio de la segunda parte mejora como ilustración fílmica de un relato oral. Es una historia de espías y agentes secretas autocontenida, que con un final cualquiera (los cuatro episodios de género de La Flor quedan inconclusos como si fueran capítulos de un viejo serial) podría resistir como película única. Detrás de la segunda parte de La flor hay un concienzuda lectura de las novelas de espionaje de John Le Carré, que cristaliza especialmente en el monólogo que hace Rafael Spregelburd sobre los traidores. En otra de las elecciones excéntricas de Llinás, Spregelburd está doblado al inglés, como otros actores están doblados al francés, al ruso y hasta a un español centroamericano. Pero nuevamente, una idea absurda funciona mejor repetida que aislada y el resultado es mejor que en la primera parte: es otra herramienta para el distanciamiento dramático y para que la voz en off del propio realizador y de su hermana Verónica conduzcan y controlen la narración. El otro factor que le da a la película completa un interés superior al de la primera parte aislada, es una gran idea de guión que le permite aumentar su profundidad estructural y su volumen narrativo para salir parcialmente del esquema de las historias desconectadas. Al principio de la tercera parte hay un giro que ocupa todo el cuarto episodio y le da a La flor un sentido ficcional unificado, el centro con el que se conecta cada pétalo en el esquema de la película. La idea metaficcional es que las historias parciales independientes son instancias de una batalla épica entre el director y las cuatro actrices principales (Elisa Carricajo, Valeria Correa, Pilar Gamboa y Laura Paredes). Esa tercera parte empieza con un conflicto en el rodaje de la propia película, donde en medio de un caos generalizado y música disonante, las actrices se amotinan contra una nueva productora cuya misión es ponerlas en vereda. En clave cómica, es la única escena plenamente actuada de la película: en castellano, con parlamentos, sin voz en off ni doblajes, con personajes algo grotescos pero verosímiles. Luego, la narración se bifurca. Por un lado aparece un nuevo episodio fantástico que empieza en Canadá sobre árboles que caminan. Por el otro, se ve al director de la película (interpretado por Walter Jakob, quien imita corporalmente a Llinás) y su equipo técnico en una excursión para filmar árboles en la Provincia de Buenos Aires, como un intento de deshacerse de las actrices y darle un giro distinto a la película. Es la guerra. Las cuatro mujeres (más la productora real de La Flor, Laura Citarella) resultan una secta de brujas con maléficos poderes que atentan contra sus enemigos. Pero las dos ramas de la historia se conectan mediante una tercera línea narrativa: un tal Gatto, enviado de un misterioso organismo internacional, llega al país para investigar un posible ataque de los árboles y se encuentra con que los técnicos están internados en un manicomio (antes se topa con un grupo de tipos sórdidos y desagradables, de la clase que uno no quiere ver en el cine y que parecen ilustrar alguna idea oscura). En ese contexto aparece también un italiano del siglo XVIII al que las mujeres no pueden resistirse. Podría ser Giacomo Casanova, a quien Jakob llega rastreando los libros que le permiten descubrir que sus actrices y sus conjuros tienen antecedentes en las memorias del gran seductor veneciano. Ese cuarto episodio es una gran puesta en abismo de la narración y el resultado es divertido. La batalla metafísica entre el director y sus actrices podría terminar en un curioso pasaje bucólico en el que la cámara las muestra individualmente en medio del campo, en una actitud desafiante y hasta sexualmente provocadora. Pero la película tiene dos episodios cortos que terminan completando su duración. En el quinto, las actrices no participan y es una recreación de Une partie de campagne, el mediometraje de Jean Renoir. El sexto es la ilustración de un texto apócrifo de una supuesta maestra inglesa de 1900, que tiene ecos de Hudson y Mansilla y habla sobre cuatro cautivas que escapan a los indios y atraviesan un río. A Carricajo, Correa, Gamboa y Paredes se las ve a la distancia, bañándose desnudas, pero borrosas mediante un dispositivo que altera las imágenes. Es un pasaje agradable del film y un homenaje generoso de Llinás a sus actrices luego de no haberlas dejado actuar (en algún caso, ni siquiera hablar). Luego viene la insoportable secuencia de títulos, en las que a una música machacona se agrega una canción que pretende ser graciosa sobre imágenes apacibles que podrían haber subsistido sin ese bochinche. Entre los logrados episodios cuarto y sexto, aparece lamentablemente el quinto. Esa remake de Renoir (imposible evitar la comparación y su evidente resultado) es aparentemente inexplicable. Como dije más arriba, la clave de los designios de Llinás es misteriosa, pero creo entender qué intentó aquí y que logró. Como Llinás es un genio, siente que está llamado a reinventar su disciplina, es decir, a mostrar que es el primer artífice de un cine nuevo. Y por eso toma a Renoir, a quien reconoce como un maestro del cine viejo, como parámetro para ilustrar el nuevo punto de partida. El argumento de Une partie de campagne es el siguiente: una familia va a pasar el día en las afueras de la ciudad junto a un río. El padre es un comerciante más bien tosco; su mujer y su hija adolescente sueñan con vidas más románticas, especialmente la chica, destinada a casarse con un pelmazo afeminado que las acompaña. Dos jóvenes del lugar, tan solos como ellas, mandan a pescar a los hombres y se quedan con las mujeres. Entre la hija y su acompañante surge un amor que se interrumpe cuando el día de campo llega a su fin. Esa es la versión de Renoir. Llinás sustituye al marido y al futuro yerno por un padre divorciado con su hijo pequeño. Los galanes están ahí, disfrazados como los actores de Renoir. Las mujeres siguen siendo madre e hija, pero están solas y buscan (especialmente la madre) un encuentro sexual. Lo logran, pero al final se separan de sus amentes sin consecuencia alguna. La versión de Llinás es muda salvo por un pasaje en el que se oye la banda sonora del film original. En el medio, hay una vistosa exhibición aérea. Renoir filma la historia en clave de comedia, con momentos de parodia (especialmente en torno al yerno y el marido). Llinás hace una parodia de la parodia: los actores exageran los gestos, la dramaturgia tiende hacia lo burdo. Llinás parece estar diciendo que en los tiempos modernos, las claves emotivas y estéticas de Renoir son imposibles de sostener, acaso ridículas. Que ahora, lo que una película puede contar es otra cosa. En Une partie de campagne de Renoir hay una historia de amor entre un proletario del campo y una chica de clase media de la ciudad. Las circunstancias interrumpen una relación que obedece a los deseos de ambos de tener otra vida y con quien compartirla. El deseo está en el aire en sus formas más delicadas. La versión de Llinás es argumentalmente fiel, pero a la manera de un Pierre Menard cinematográfico. Las formas del deseo son ahora más bien groseras y el amor desaparece de la escena. De hecho, no hay un minuto de amor en las diez horas que vi en el Bafici. En el episodio de los espías, hay una supuesta historia romántica entre dos agentes que comparten varias misiones haciéndose pasar por un matrimonio. Duermen juntos, el relato en off nos dice que ella se enamora de él, pero el sexo no se concreta, tal vez porque el hombre es gay o impotente. La flor es una película más bien pacata en lo sexual pero, ante todo, parece tener fobia a mezclar amor y sexo: hay orgías o relaciones platónicas, pero nunca continuidad entre los dos planos, como si la afinidad natural entre ellos hubiera quedado sepultada junto con el cine de Renoir y ahora se tratara de otra cosa, de una forma peculiar de represión artística (entre paréntesis: casi no hay historias de amor en el nuevo cine argentino y me parece que ninguna fue filmada por El Pampero). Si no hay amor en La flor, tampoco hay naturaleza. Esta es otra constante de la película. Aunque Llinás filma casi todo al aire libre, su relación con la naturaleza es hostil o utilitaria (como se supone la de los gauchos) y queda excluida como objeto de contemplación. Curiosamente, cuando el guión lo lleva a mostrar un bosque de altos árboles, el texto (que luego se repite) la emprende contra ellos como enemigos que se abusan de haber llegado antes al planeta que los humanos. La idea se podría interpretar como una imprecación contra Renoir por haber llegado antes al cine. El equipo de Jakob-Llinás filma árboless como una cuestión taxonómica, nunca estética, mientras que en una discusión con el camarógrafo, el director y él concluyen que ningún plano de un lapacho les queda bien. Si Une partie de campagne tiene algo que no envejece, son los planos del río de Renoir. Son momentos de una belleza y un lirismo imprescindibles en la historia del cine. A la hora de buscar lo bello, Llinás no filma el río sino los aviones, como si prefiriera la tecnología a la naturaleza. El futurista del cine tiene rasgos del futurismo del pasado. Une partie de campagne es de 1936, un año anterior a La gran ilusión, un gran esfuerzo de Renoir contra la guerra. La naturaleza y la reconciliación de los enemigos son afines a su poética alegre. La de Llinás, en cambio, es sombría, está estructurada en base a disputas y entre ellas hay una dominante: la de su patria chica bonaerense contra el resto del mundo. Su particular refundación del cine parte de una idea nacionalista. Ese territorio que un europeo no reconoce, como le ocurre al científico secuestrado en el tercer episodio, ese mundo con su propio cielo, tiene propiedades que lo hacen especial, distinto, superior a los otros lugares medianamente civilizados del orbe. Es un lugar ninguneado, pero que puede contener a los demás. Especialmente a Europa, porque con los Estados Unidos Llinás tiene una relación de rechazo que se manifiesta en dos o tres parlamentos desaforados a lo largo de la película. Hay en su proyecto cinematográfico algo de “Pampa Über Alles” (que la productora de Llinás se llame “Pampero” no es una broma), algo que excede una aspiración a ser reconocido y diferenciado (como en la escena en la que el científico secuestrado escucha la radio y se admira del folclore argentino pero manda apagarla cuando aparece una cumbia) y alcanza la pretensión de manipular al resto, como la voz en off que se erige sobre los idiomas que hablan los protagonistas. Llinás no filma para complacer a los extranjeros sino para hacerlos aceptar la superioridad de la Provincia de Buenos Aires, de esa cultura entre civilización y barbarie que fascinó su infancia. Dos veces a lo largo de la película, usa el procedimiento de poner a un extraño frente a una situación que no reconoce. Una es la del secuestrado, perplejo frente a las costumbres y características topográficas de la pampa húmeda, un lugar que logra ubicar en el mapamundi (finalmente, en la escena más lírica de La flor, deduce que está en el Sur y no en Europa por el cielo y sus estrellas). En la otra, Gatto encuentra el diario del director de la película, que contiene sus anotaciones y esquemas para el rodaje. No entiende de qué se trata, pero intuye que es una especie de guión. Sin embargo, descarta la idea porque “así no se hacen las películas”. Un extraño no entiende cómo es este país, el otro no entiende cómo es el cine que se practica en este territorio semisalvaje. La flor es un manifiesto cuya longitud alevosa intenta llamar la atención sobre su carácter fundacional. Quien se acerque a él, podrá tratar de entender cómo es que conviven en ese espacio la nostalgia por el comunismo con la devoción por el Gauchito Gil. Muchas veces, el genio tiene pulsiones ideológicas contradictorias. Y a ellas también se debe. Hay un problema con La flor. Es sin duda un hito en la historia del cine argentino, aunque sea por su duración. Pero no es solo eso. El genio de Llinás puede producir películas diferentes al resto, trabajarlas con los elementos que tenga a mano, enfrentar la restricción de recursos y tratar de hacerlas lo más complejas, variadas y atractivas posibles. Sus mejores momentos son brillantes y deslumbran por su ingenio y su libertad creativa. Su intento de conquistar el mundo puede asombrar a espectadores y críticos extranjeros que nunca vieron la conjunción entre un país y un cineasta semejantes. Pero catorce horas sin ternura, catorce horas que pueden tener humor e inteligencia pero que están siempre transmitiendo una tensión forzada y rehúyen de la amabilidad y la serenidad son demasiadas horas. Sin que el espectador advierta lo que le ocurre, el cine de Llinás se niega a construir con él un vínculo amistoso que no sea el de la admiración unilateral. La flor puede deslumbrar por sus conceptos, pero es difícil fundar un cine sin imágenes y sonidos que nos acaricien y nos acompañen como el río de Renoir. Durante las catorce horas de La flor viví momentos mejores que otros, pero varias veces me asaltó la duda de por qué estaba viendo una película semejante.