Nuevos efectos, la misma moraleja
El teórico francés Noël Burch postuló alguna vez una paradoja muy propia del cine: la coexistencia entre un atraso narrativo-representativo que hundía sus raíces en la novela decimonónica y la innovación tecnológica y de lenguaje, propia de los albores del siglo XX. Ninguna película parecería representar más literalmente esa paradoja que Los fantasmas de Scrooge, que aplica sobre el Cuento de Navidad de Charles Dickens una multitecnología de punta, hecha de digitalización, motion capture y 3-D. Nada de eso sirve para alivianar la moraleja del cuento sino para hacerla, por el contrario, más machacona que nunca.
En su carácter de adelantado de todas las técnicas mencionadas, Los fantasmas de Scrooge representa, para su realizador y guionista Robert Zemeckis, un evidente punto de llegada. Desde fines de los ’80, en películas como ¿Quién engañó a Roger Rabbitt?, La muerte le sienta bien y Forrest Gump, Zemeckis venía aplicando efectos especiales de avanzada, y a mediados de esta década fue el primero en utilizar, en El expreso polar, la técnica conocida como motion capture. En la siguiente Beowulf, a la motion capture –que permite reproducir, por animación, rostros, gestos y movimientos de actores de carne y hueso– le sumó la tridimensionalidad digital, aunque de modo algo primario por el desarrollo aún embrionario de esa técnica. Ahora, finalmente, Zemeckis logra aplicar el state of the art de todas esas tecnologías sumadas. Pero sólo para demostrar que existen pocas herramientas más rudimentarias que la motion capture.
Consecuencia de una técnica que –por el momento, al menos– convierte seres humanos en muñecos, ver Los fantasmas de Scrooge es como asistir a la versión Thunderbirds de Cuento de Navidad. Era lógico que quien mejor se adaptara a ella fuera un títere articulado llamado Jim Carrey, que digitalmente enmascarado, y en furor multiplicatorio digno de Buster Keaton, compone nada menos que a ocho personajes, empezando por el protagonista y siguiendo por los tres fantasmas que se le presentan: el Espíritu de la Navidad Pasada, el de la Navidad Presente y el de la Futura. Signado el primer episodio por la melancolía, el segundo por la más pesada culpa y el último por la redención, lo mejor de Los fantasmas de Scrooge es sin duda la larga introducción de la película.
En esos primeros 15 o 20 minutos, la suma de detallismo reconstructivo en 3-D (de la Londres del siglo XIX) y el creciente, atmosférico clima de terror (uno de los fuertes de Zemeckis) permiten hacer la vista gorda ante el muñequismo de todos los “actores” secundarios, caracterizados por una alarmante mirada muerta. De allí en más, la cosa se pone progresivamente aparatosa (uno de los grandes vicios del realizador), además de viscosamente moralista. Por la combinación de efectos visuales de montaña rusa con fábula moral, Los fantasmas de Scrooge termina pareciendo un cruce de Disneylandia con Pinocho. No por nada la produce Disney.