Pesadillas navideñas
El caso de Robert Zemeckis es de lo más extraño: dirigió la trilogía de Volver al Futuro (1985, 1989, 1990), ¿Quién engaño a Roger Rabbit? (1988), arrasó en los premios Oscar con Forrest Gump (1994), y filmó un interesante thriller hitchcockiano con Harrison Ford y Michelle Pfieffer, Revelaciones (2000).
Desde entonces su filmografía tomó un giro de lo más preocupante cuando dirigió Naúfrago, largo institucional de una empresa de correo estadounidense, concebido para volver a ganar el Oscar. Pero las cosas empeorarían: Zemeckis se enamoró de la captura de movimiento (motion capture), un sistema a partir del cual primero se graba, mediante trajes especiales, el movimiento de los actores y luego se planifica la película, asemejando el rodaje más al teatro que al cine, y luego se crean de forma digital escenarios, personajes y objetos. Así filmó (habría que usar otro verbo más adecuado para este tipo de productos) El Expreso Polar (2004) y Beowulf: La leyenda (2007). Pese al recibimiento de estas películas por parte de la crítica y el público, Zemeckis fue más allá al anunciar que a partir de entonces sólo realizaría películas con esa tecnología.
Lamentablemente, por ahora cumple su palabra, lo que lleva a su última película -¡y otra incursión navideña!-, Los fantasmas de Scrooge, nueva adaptación cinematográfica de una de las obras literarias de más larga tradición en la pantalla grande, como Un cuento de navidad (A Christmas Carol), de Charles Dickens, aparecida originalmente en 1843. El cuento narra el arrepentimiento de Scrooge, un viejo avaro, durante la víspera de Navidad, en la que recibe la visita de tres fantasmas. La versión de Zemeckis parece -sólo parece- ser fiel a la novela aunque, eso sí, le agrega travellings y secuencias en las que se vuela por la ciudad, más apropiadas para una montaña rusa que para una película. Curiosamente, esas escenas superfluas cuyo único objetivo es el efecto inmediato, obra y gracia de la tecnología 3D, resultan los momentos más logrados de la película.
Lo preocupante pasa, una vez más, por las falencias del motion capture: los personajes no terminan de ser ni caricaturas ni versiones digitales de humanos, son híbridos que provocan un efecto de distanciamiento feroz: muchos de los personajes de Los fantasmas de Scrooge terminan siendo siniestros (véase el personaje del sobrino de Scrooge con cara de Colin Firth o el secretario interpretado por Gary Oldman). Esta tibieza compositiva neutraliza la participación de grandes actores como Jim Carrey (que interpreta varios roles, entre ellos el de Scrooge), cuyo histrionismo no va más allá de lo que puede hacer cuando actúa “de carne y hueso”. Otra contra es el tratamiento de los extras y los personajes menores: en ellos se nota un trabajo mucho menor en el diseño, cosa que no pasa nunca, por ejemplo, en las películas de Pixar. Aún así, de El Expreso Polar y Beowulf hasta acá se nota una mejora enorme en la calidad del detalle tanto en la ambientación como en los personajes.
Más allá de cuestiones formales, el principal problema de este film está en la lectura que se hace del cuento de Dickens. Aquí Scrooge no alcanza una epifanía; su arrepentimiento es consecuencia del miedo a pasar la eternidad en el Infierno. La película de Zemeckis olvida la esencia de la novela, el cambio de Scrooge es, en lugar de una decisión moral, el resultado de un pensamiento económico: una inversión para obtener una mayor ganancia a futuro.