La historia de este film de Benjamin Heisenberg basado en una novela de Martín Prinz que adapta un caso real es sencilla: un hombre sale de la cárcel sin ningún otro interés que correr. Sus días consisten en largas sesiones de jogging, eventuales participaciones en maratones en las que llega primero y en el asalto en solitario a diversas sucursales de bancos. Pronto empieza a quedar claro que el motivo de los crímenes está íntimamente relacionado con su obsesión por correr: quiere que la policía lo persiga. En el medio retoma, casi sin quererlo del todo y viéndolo como un obstáculo, el contacto con un viejo amor. El trabajo del director y de su equipo de fotografía en las secuencias de persecuciones es sublime: Sin escape tiene algunas de las mejores persecuciones jamás filmadas (la última vez que se vio en pantalla algo así fue en Apocalypto) y cada una de ellas alcanza, en lugar de puro efectismo, niveles de expresividad y de dramatismo poco comunes en este tipo de escenas.
Perdidos en Buenos Aires Esta primera película de Clara Picasso (otro de los jóvenes créditos surgidos de la FUC), que contó con producción de Manuel Ferrari (director de Cómo estar muerto / Como estar muerto) y con la actuación de Ignacio Rogers (intérprete fetiche de Ezequiel Acuña), narra con elegancia los días del pasante del título que trabaja en el turno noche de un laberíntico hotel cinco estrellas, no-lugar por cuyo lobby, salones, piscinas, pasillos y habitaciones se cruzan miles de historias. El protagonista y la recepcionista (Ana Scannapieco) pretenden reconstruir una de esas historias mediante la interpretación de los movimientos de los personajes y los rastros que quedan en los cuartos. Un thriller minimalista (con un dejo lejano de Perdidos en Tokio) que fue bien recibido en la competencia argentina del último BAFICI y que hasta logró arrancarle varias carcajadas al público europeo durante su première mundial en el Festival de Rotterdam, pero que -más allá de ese detalle de color- constituye un interesantísimo debut.
El príncipe que quería ser pirata La sociedad entre el estudio Disney y el productor Jerry Bruckheimer, mecenas e instigador del blockbuster piroténico -y padre putativo de Michael Bay-, fue un éxito para las arcas de ambos. Después de consolidar una saga en el cine de aventuras como Piratas del Caribe, los inversores apuestan a un videojuego para su próxima franquicia. Y no cualquier videojuego, sino uno de los más emblemáticos de todos los tiempos: el Prince of Persia (por cierto, su parecido con El ladrón de Bagdad, de Raoul Walsh, con Douglas Fairbanks es cualquier cosa menos discreto). La verdad sea dicha, esta película se basa más bien en la segunda saga de las aventuras del Príncipe, aquella que comenzó en el 2003 con Prince of Persia: The Sands of Times y poco y nada en los juegos de 1989, 1994 y 1999. Sin embargo, en aquel nuevo comienzo se mantenía a uno de los elementos que hizo del Prince una novedad: la habilidad del personaje, que tenía que pasar saltando de aquí para allá, esquivando todo tipo de trampas para rescatar a la princesa. Además, el Sands of Times introdujo un nuevo elemento a la saga: la daga de los tiempos, un arma que podía volver el tiempo atrás y resultaba muy útil a la hora de repetir algunas de las acrobacias imposibles que tenía que lograr el príncipe y que no siempre salían bien. En la versión cinematográfica, la daga de los tiempos es el McGuffin que funciona como motor a la trama. El punto de partida es similar al del juego: el príncipe roba la daga y se desata el caos. A eso, la película se le agrega un guiño -algo tardío- a la invasión a Irak, curioso en un amigo de la política de los halcones como Bruckheimer: los persas invaden una ciudad vecina porque se supone que le venden armas al enemigo. La película empieza con un flashback en el que se relata cómo el príncipe fue adoptado de las calles por el rey debido a su valentía, oportunidad que el relato aprovecha para mostrar las habilidades de parkour del futuro príncipe a través de los toldos y techos del reino de Persia. Por desgracia, de poco y nada sirven los esfuerzos de los dobles de riesgo y de los modelos creados con CGI, porque detrás de las cámaras está Mike Newell, en su nueva faceta de artesano de blockbusters (¡Gracias Harry Potter!). El inglés Newell, quien fuera en algún momento un director de comedias románticas con cierta gracia, demuestra a lo largo de las dos horas de metraje que no sabe cómo filmar una escena de acción. Niega el movimiento coreográfico de sus actores y abusa de la cantidad de planos: como resultado ni siquiera ¡tres! editores pudieron lograr que las escenas de acción tengan un mínimo de cohesión. La imperecia de Newell termina saboteando lo que hace a la marca registrada de las producciones de Bruckheimer: el brillo y el trabajo millonario del diseño de producción queda relegado a ser el fondo de lujo de unas secuencias en las que apenas se distingue a los personajes. Además de la del director, hay otra pésima elección en El Príncipe de Persia: Las arenas del tiempo: la del protagonista. Jake Gyllenhaal es un excelente actor (véase Donnie Darko, una de las mejores películas de la década que pasó), pero no funciona como héroe de acción y mucho menos uno fanfarrón y confidente como Dastan. Mucho gimnasio, pero nada de carisma. Por ahí andan, entre el desierto y los palacios, Gemma Arterton haciendo lo mismo que en Furia de Titanes, Alfred Molina canalizando al Sallah de John Rhys-Davies y Ben Kingsley como Nizam, el malo-malísimo detrás de todo. Tampoco ayuda un guión trillado y desprolijo que, como si fuera poco, se encarga de explicar todo lo que pasa. Un buen ejemplo de esto es la secuencia en la que Dastan descubre que la daga puede llavarlo al pasado inmediato, primero se lo narra de manera visual. Enseguida, sin que haga falta, dos personajes explican lo que uno acaba de ver. Para ver una buena de aventuras mejor volver, por millonésima vez, a Indiana Jones (las primeras tres, claro). O, por qué no, a El ladrón de Bagdad. O, mejor aún, ir a las fuentes y ayudar al príncipe a rescatar a la princesa.
La contracara de una reina adolescente Después de ver Mis gloriosos hermanos, ¿quién iba a decir que el director de aquel melodrama sobre los choques generacionales en una familia, el quebequés Jean-Marc Vallée, filmaría a continuación una película sobre la realeza británica? Y más aún, una película sobre los primeros años como monarca de la reina inglesa por excelencia, la reina Victoria, bajo cuyo reinado (1837-1901) el imperio alcanzó su máximo esplendor (la famosa época “victoriana”). Tan peculiar como esto es que en la producción se encuentren Martín Scorsese y Sarah Ferguson, la duquesa de York. La película comienza cuando Victoria (Emily Blunt, nominada al Globo de Oro por este papel) se niega a rechazar su condición de heredera del trono, pese a la imposición de su madre, la duquesa de Kent (Miranda Richardson) y el consejero de ésta, Sir Conroy (Mark Strong). Con apenas 18 años es coronada reina y su falta de experiencia la hacen presa fácil para los malos consejeros y blanco perfecto para los dardos de la prensa; con el pueblo en contra, Victoria deberá aprender a reinar. Inmune a la nostalgia de los días del imperio (al menos, hasta la placa con la que concluye el film) y sin dejar que la fascinación por los decorados y el vestuario limiten a la película a ser un desfile de lujo, Vallée opta por explorar las miserias y conflictos de una familia, cuya condición hace que sus problemas internos estén condenados a ser, irremediablemente, dramas institucionales. Muchos de estos enfrentamientos se dan a través de gestos mínimos, de frases hechas que en realidad son gritos, de protocolos cuya alteración significa un desafío. En ese sentido, la solemnidad que deben manejar los nobles y el comportamiento y los modales que se esperan de tales le dan al director el marco ideal para narrar con una puesta en escena que hace de la sutileza su norte. Esto es posible gracias a la labor de actores como Paul Bettany, Strong (a quien se lo puede ver bastante desprovechado en Sherlock Holmes, otro estreno de esta semana), Richardson y Jim Broadbent como el rey Guillermo IV. Vale advertir que aquellos espectadores aficionados a la historia se verán decepcionados: el guión se toma la libertad de inventar atentados, magnificar enfrentamientos y, por momentos, acerca la figura de Victoria al clisé de la adolescente incomprendida, con un destino que no eligió y no quiere vivir; encima, es cortejada por un príncipe en una situación similar. Pero, sin contar demasiado, mucho más problemático resulta que lo que se presenta como el triunfo final de la reina sea en realidad la aceptación de otro mandato.
La vida después del divorcio Alguna vez, Adam McKay, el director de El reportero y La balada de Ricky Bobby, declaró que la comedia es uno de los géneros más difíciles de lograr ya que debe provocar una reacción física (es decir, la risa), en el espectador. Al mismo tiempo, es un género subvalorado, quizás descalificado por su -supuesta- levedad. Pese a esto, de vez en cuando algunas comedias alcanzan un prestigio cuya explicación no puede encontrarse en los propios películas. Este es el caso de Lo que ellas quieren (2000) y Alguien tiene que ceder (2003), ambas con guión, producción y dirección de Nancy Meyers. Sus películas se caracterizan por girar en torno a preguntas dignas de la Cosmopolitan (“¿será posible enamorarse en la tercera edad?”, “¿qué pasaría si los hombres realmente nos entendieran?”, etc.), sus personajes son gente sin problemas de dinero y con familia numerosa, la duración de los films nunca es menor a dos horas y tienen una mirada supuestamente progresista que, a medida que avanza el relato, revela su conservadurismo (para mayor referencia veáse el final de Alguien tiene que ceder). En Enamorándome de mi ex se dan todos los clisés de Meyers: Jane Adler (Meryl Streep), una mujer divorciada y madre de tres hijos, tiene un affaire con su ex-marido, Jake (Alec Baldwin), quien la dejó hace diez años y ahora está casado con una mujer mucho más joven. Por ahí anda revoloteando también Adam (un Steve Martín apagadísimo), el arquitecto de Jane. El guión es de una precariedad absoluta, a tal punto el grado de estupidez de los personajes varía de alto a muy alto acorde a la necesidad de la trama. Todo conflicto es puesto en palabras, exclamado y discutido varias veces, cómo si la película hubiese sido pensada para que uno pudiese salir de la sala, volver a los diez minutos y seguir mirándola sin problemas. Su nominación al Globo de Oro -y la de Streep, que cumple en piloto automático- es un misterio en busca de su detective. Para colmo, Enamorándome de mi ex tiene un trabajo fotográfico chato, digno de un mal programa de televisión, que no ayuda a disimular los enormes baches del relato, ni su extensión. La mirada reaccionaria de Meyers sobre la mujer aparece, como todo, mucho más marcada: Jane no sólo es incapaz de decidir sobre su vida sexual y/o sentimental (eso lo hacen por ella los hombres), sino que más que disfrutar del sexo, disfruta de contárselo a sus amigas, en secuencias cuyo nivel de misoginia hay que ver para creer. Sí bien con algo de esfuerzo podían encontrarse uno o dos gags efectivos en sus películas anteriores, aquí no hay nada de gracia, ni timing, ni sentido del ritmo, nada...bueno, en realidad casi nada. Porque hay alguien que se salva del desastre y que, al menos durante las minutos que está en pantalla, hace que la película tenga cierto interés: Alec Baldwin, un actor de primera, puro carisma. Aunque no está al nivel de la serie 30 Rock, le bastan un puñado de morisquetas para confirmar su condición de comediante nato, de esos que pueden dar una sonrisa contra toda adversidad (por adversidad en este caso se entiende todo el resto de la película). Pero más allá del enorme trabajo del enorme Baldwin, Enamorándome de mi ex es una película mediocre. Incluso para la filmografía de Meyers.
Pesadillas navideñas El caso de Robert Zemeckis es de lo más extraño: dirigió la trilogía de Volver al Futuro (1985, 1989, 1990), ¿Quién engaño a Roger Rabbit? (1988), arrasó en los premios Oscar con Forrest Gump (1994), y filmó un interesante thriller hitchcockiano con Harrison Ford y Michelle Pfieffer, Revelaciones (2000). Desde entonces su filmografía tomó un giro de lo más preocupante cuando dirigió Naúfrago, largo institucional de una empresa de correo estadounidense, concebido para volver a ganar el Oscar. Pero las cosas empeorarían: Zemeckis se enamoró de la captura de movimiento (motion capture), un sistema a partir del cual primero se graba, mediante trajes especiales, el movimiento de los actores y luego se planifica la película, asemejando el rodaje más al teatro que al cine, y luego se crean de forma digital escenarios, personajes y objetos. Así filmó (habría que usar otro verbo más adecuado para este tipo de productos) El Expreso Polar (2004) y Beowulf: La leyenda (2007). Pese al recibimiento de estas películas por parte de la crítica y el público, Zemeckis fue más allá al anunciar que a partir de entonces sólo realizaría películas con esa tecnología. Lamentablemente, por ahora cumple su palabra, lo que lleva a su última película -¡y otra incursión navideña!-, Los fantasmas de Scrooge, nueva adaptación cinematográfica de una de las obras literarias de más larga tradición en la pantalla grande, como Un cuento de navidad (A Christmas Carol), de Charles Dickens, aparecida originalmente en 1843. El cuento narra el arrepentimiento de Scrooge, un viejo avaro, durante la víspera de Navidad, en la que recibe la visita de tres fantasmas. La versión de Zemeckis parece -sólo parece- ser fiel a la novela aunque, eso sí, le agrega travellings y secuencias en las que se vuela por la ciudad, más apropiadas para una montaña rusa que para una película. Curiosamente, esas escenas superfluas cuyo único objetivo es el efecto inmediato, obra y gracia de la tecnología 3D, resultan los momentos más logrados de la película. Lo preocupante pasa, una vez más, por las falencias del motion capture: los personajes no terminan de ser ni caricaturas ni versiones digitales de humanos, son híbridos que provocan un efecto de distanciamiento feroz: muchos de los personajes de Los fantasmas de Scrooge terminan siendo siniestros (véase el personaje del sobrino de Scrooge con cara de Colin Firth o el secretario interpretado por Gary Oldman). Esta tibieza compositiva neutraliza la participación de grandes actores como Jim Carrey (que interpreta varios roles, entre ellos el de Scrooge), cuyo histrionismo no va más allá de lo que puede hacer cuando actúa “de carne y hueso”. Otra contra es el tratamiento de los extras y los personajes menores: en ellos se nota un trabajo mucho menor en el diseño, cosa que no pasa nunca, por ejemplo, en las películas de Pixar. Aún así, de El Expreso Polar y Beowulf hasta acá se nota una mejora enorme en la calidad del detalle tanto en la ambientación como en los personajes. Más allá de cuestiones formales, el principal problema de este film está en la lectura que se hace del cuento de Dickens. Aquí Scrooge no alcanza una epifanía; su arrepentimiento es consecuencia del miedo a pasar la eternidad en el Infierno. La película de Zemeckis olvida la esencia de la novela, el cambio de Scrooge es, en lugar de una decisión moral, el resultado de un pensamiento económico: una inversión para obtener una mayor ganancia a futuro.