La filmografía de Néstor Frenkel puede dividirse en películas sobre colectivos (Buscando a Reynols, Construcción de una ciudad, El mercado) o sobre individuos (El amateur, El gran simulador). Los ganadores pertenece al primer grupo, con el agregado de que esta vez el director tiene que vérselas con una comunidad efímera y difícil de localizar con precisión: la de las personas que hacen programas de radio o televisión y, parece, ganan premios todo el tiempo. La película encuentra un hábitat singular al que va rodeando y conociendo de a poco, como un documentalista de la vida salvaje que debe descubrir la guarida del animalito y acercarse con precaución para no espantarlo. La curiosidad de Los ganadores, el tono con el que mira y se formula preguntas, adquiere un aire casi científico: ¿qué hace toda esta gente que se congrega para dar y recibir galardones? ¿Cómo sobrevive? ¿Cómo es que estos sujetos andan de premiación en premiación, y cuáles son los criterios necesarios para acceder a esos reconocimientos? Con su conocido ánimo burlón, que a veces raya en la crueldad, Frenkel investiga esos espacios e inspecciona a sus criaturas siempre atento al detalle cómico, ya se trate de la seriedad con la que la comunidad sostiene sus propios rituales o de la arbitrariedad con la que varios de sus participantes explican su misterioso funcionamiento. La película halla personajes y momentos notables, como la entrevista inicial al locutor que tiene un programa de radio sobre ecología y que cuenta en su haber con una galería interminable de premios de carácter internacional. Algunas situaciones resultan ridículas desde un principio y el director se limita solo a aprovechar su potencial para la comedia (como la entrega de premios que se realiza en un viaje en catamarán), pero otras son fabricadas visiblemente por la película, como pasa con la seguidilla de discursos de agradecimiento en la que el montaje rápido pone de manifiesto la pomposidad y la sobreactuación de las palabras y los gestos de los premiados. Esa solemnidad convive, a su vez, con las transacciones más espurias, como puede verse cuando uno de los protagonistas reúne gente para armar su propia premiación y, en pleno evento, vende abiertamente las nominaciones y los galardones. En general, los entrevistados y el resto de los habitués de esas ceremonias no parecen tener mucha consciencia del tono kitsch de la comunidad, pero eso mismo es lo que vuelve fascinante el tema del documental, el poder entrar y conocer las formas de ese grupo algo cerrado, seguro de sus actos y convencido del valor de sus rituales. Néstor Frenkel vuelve a desplegar esa antropología lúdica que ya es la marca indeleble de su cine.