Ver una película de zombies a esta altura del siglo XXI es haberlas vistas todas. ¿O no?
Los hambrientos, del canadiense Robin Aubert, tiene algunas curiosidades, como para pensar que no todo es igual, ni todo tiene que ver con todo. Los personajes del título, que no hablan sino que gruñen, parece que se han apoderado del mundo. Y en una zona rural de Quebec los que han sobrevivido a esta extraña plaga hacen lo que pueden -y más- para seguir siendo sobrevivientes.
Como el comienzo de The Walking Dead, pero en versión reducida y con sangre salpicando y manchando la cámara.
Pero aquí no hay humanos buenos y malos separados en bandas. A menos que algunos se conviertan en seres deleznables, por aquéllo de tener que sobrevivir como se pueda.
El (anti)héroe es Bonin (Marc-André Grondin), sin parecido alguno con nuestro Arturo. La trama se estructura a partir de escenas en las que los llamados sanos o no mordisqueados cruzan bosques y entran a casas, sigilosos, y pasa lo que uno ya sabe que va a pasar.
Y gritan. Los gritos de los sanos y los infectados a veces se confunden. Como esas extrañas pilas de sillas en el bosque, a la que los hambrientos se quedan contemplando. Y si ven a un humano apetitoso, están tan absortos que se dan vuelta cada tanto y parece que jugaran a “1, 2, 3, Cigarrillo 43”.
Por suerte los protagonistas tienen una camioneta, porque deben partir, moverse porque parece que están en el camino de los infectados y claro, se están quedando sin comida. Una -dice- que la mordió un perro.
Muchos personajes (secundarios) llevan un simpático mordisco ensangrentado al costado del cuello. Y cuando los humanos sanos les disparan, a veces -sólo a veces- solamente se escucha el disparo y el sonido del cadáver que golpea el suelo. Hay momentos en que no hay música ni diálogos.
Hay que defenderse a machete limpio. Bueno, limpio, no. Se entiende.
Al final, el director agradece a su padre, a su madre y a George Romero.
Se entiende.
Ah. Quédense hasta después de los créditos.