"Nuestras vidas no suman demasiado". Frase irónica para este thriller de zombis de origen canadiense que elige a un grupo heterogéneo de sobrevivientes para retratar a un mundo en el que matar se ha convertido en la única ley para seguir viviendo. Sin demasiadas explicaciones y coordenadas, los alrededores de Quebec se impregnan de una tenue neblina que oculta temibles figuras humanas convertidas en voraces depredadores. El director y guionista Robin Aubert elige una atmósfera densa, cargada de invisibles peligros, y una imagen que siempre oculta en su reverso una temible amenaza. Con contadas explosiones de gore y un clima de creciente opresión, la película retrata con elegancia ese progresivo desmoronamiento moral que invade a los protagonistas.
¿Qué es lo que ha pasado? ¿Una plaga, una invasión, una merecida maldición? Dos de los grandes logros de la puesta en escena son utilizar una sutil simbología que dispara interrogantes pero no anula interpretaciones -¿qué son esas pilas de objetos convertidos en altares de adoración?- y sostener un humor radical, incluso en los momentos de mayor tensión. El trabajo con el sonido como guiño de la representación -algo que hizo con maestría la reciente Un lugar en silencio- se eleva hasta conseguir una película inusual, que combina la expresión plástica del temor interior con notables momentos de imparable adrenalina.