Los hermanos karaoke es una de esas películas que dependen mucho del lugar desde donde las miremos. Si entramos por la puerta del escepticismo crónico y tajante veremos una serie de cosas. Pero si ingresamos con potentes dosis de inocencia azucarada nos encontraremos con otras muy diferentes. Esbocemos un punto medio:
Mía y Simón viajan por la Patagonia presentando en hoteles y restaurantes su show de covers “Los Hermanos Karaoke”. Mientras preparan un nuevo show, son forzados a acampar en un lejano bosque, donde conocerán al enigmático Alan. La narración transcurre casi exclusivamente en la espesura patagónica, centrándose en la influencia mística que Alan ejerce sobre Mía, Simón y su show musical.
La película parece estar siempre a medio camino; como el auto de los protagonistas, que siempre parece quedarse sin nafta o batería. Alan es al mismo tiempo una especie de pastor caribeño y un gerente de marketing. Mía y Simón a veces son pareja y otras hermanos, a veces amigos y otras enemigos. Las influencias también se encuentran divididas. Por momentos se imita el formalismo desmedido de Wes Anderson con el humor histriónico de Piroyansky o Pichot, entre el largometraje y la serie web.
El confinamiento casi exclusivo al bosque como escenario resulta un arma de doble filo. Si bien proporciona un lugar fijo para el desarrollo de la acción, el proceder -lease: puesta en escena– deviene escueto. Cada acto es parte de una sucesión episódica constante -típico del formato serie web- donde cada chiste se orienta en un único sentido. A saber, mostrar las rarezas de Alan.
Un poco de mambo místico, otro poco de Carlos Castañeda y hasta un importante porcentaje de realismo mágico. Semejante cóctel, que parece altamente nocivo para el disfrute del film, acaba conformando -ante nuestra perplejidad- una gran virtud. El misticismo no aparece relegado de la magia, incluso cuando el chamanismo superficial se mezcla con el marketing empresarial: Alan siempre está descalzo para “ser uno con la naturaleza” mientras que viste saco y camisa para “mantener las apariencias”, y con ello logra sacarnos una sonrisa.
La película, en definitiva, desborda de personalidad. El menjunje señalado se enlaza con un diseño sonoro y musical más que correcto. Los personajes, si bien reiterativos en su accionar, amontonan detalles y detalles que los hacen verdaderamente tangibles.
Incluso,siendo un poco más permisivo, la propia performance de “Los Hermanos Karaoke” no puede no tomarse con simpatía. De todas formas, Los Hermanos Karaoke peca por su discontinuidad e influencias. El cierre de la trama en unos pocos personajes que casi siempre viven el mismo tipo de situaciones, junto a la (mal llamada) estética Wes Anderson, hace que la narración se termine estancando en los lagos patagónicos.