Abuelito dime tú
Dónde perdió el rumbo M. Night Shyamalan, el otrora celebrado director y escritor de auspiciosas películas como Sexto sentido (The Sixth Sense, 1998) y El protegido (Unbreakable, 1999), es un punto de contención. Algunos dicen Señales (Signs, 2002), otros dicen La aldea (The Village, 2004). Sea cual sea el punto de inflexión, Los huéspedes (2015) es la película más potable de Shyamalan en años.
Shyamalan une fuerzas con Blumhouse Productions – los progenitores de films de terror como Actividad Paranormal (Paranormal Activity, 2007), La noche del demonio (Insidious, 2010) y Sinister (2012) – para sacar su versión de lo que es una película de miedo de bajo presupuesto hecha en clave found footage. El resultado es una película tan ridícula como hilarante. Queda la duda cual era la intención del director, y si nos estamos riendo con él o de él.
La historia tiene sabor a cuento de hadas: dos hermanos, Becca y Tyler (Olivia DeJonge y Ed Oxenbould), son enviados por su madre (amorosa pero ausente) a pasar una semana en casa de sus abuelos, a quienes jamás conocieron debido a un viejo altercado entre ellos y la madre. Becca, la mayor, está compenetrada en hacer un documental sobre su madre – de ahí el recurso de la cámara en mano – y desempolvar la críptica historia familiar. Tyler colabora con una segunda cámara, pero está más interesado en filmar sus raps e irritar a su hermana con su insolencia. La presencia de Tyler – vivaz, irreverente – es un alivio al lado de la de tantos chicos amargados por tener que vivir una película de miedo.
Los ancianos (Deanna Dunagan y Peter McRobbie) los reciben en su granja, donde la nieve cubre todo cuanto llega a ver el ojo y no hay recepción telefónica (obviamente). En el interior se respira el imaginario americano de Norman Rockwell. La abuela hornea dulces y mima a los chicos, el abuelo corta leña y manda a los niños a la cama temprano. La regla de la casa es que hay que irse a dormir a las 9.30 – regla que rompen en la primera noche, cuando Becca sale del cuarto y encuentra a su abuela ambulando en camisón y vomitando por toda la casa.
A la mañana siguiente el espanto de la noche es justificado. Los niños no están muy convencidos, pero lo dejan pasar, hasta que vuelven a encontrarse ante una escena bizarra de lunatismo. Se establece un patrón: los chicos se topan repentinamente con alguno de sus abuelos en plena actitud sospechosa, cada vez más extraordinaria, y por cada encuentro los ancianos retrucan con excusas mundanas. “Discúlpenlo, está senil”. “Discúlpenla, está confundida”. Mamá, que se comunica con sus chicos por Skype, se une al coro de voces que piden comprensión. “Discúlpenlos, son gente vieja”.
¿Dónde se traza la delgada línea geriátrica entre lo que es comportamiento normal y lo que es comportamiento demente, malsano, impío? Los chicos al principio intentan desestimar las excentricidades de los ancianos – las cuales se van poniendo más ominosas y agresivas – achacándolas a un mundo adulto que no comprenden.
Todo esto suena como una buena premisa para un film de terror. El punto de vista está anclado firmemente en los niños, literal (la cámara) y figurativamente (la inocencia). Compartimos su repulsión por el extraño mundo de los ancianos, el cual recuerda a la misma repulsión que nutre El bebé de Rosemary (Rosemary’s Baby, 1968), de Roman Polanski. Hay un giro, como es típico de Shyamalan, pero no es el giro que estamos esperando ni se relaciona con la historia de la forma en que esperábamos. A todo esto, ¿por qué la película causa tan poco miedo? ¿Y por qué es tan graciosa?
Esencialmente el film está construido como una película de miedo – se aísla a los personajes, se los separa y finalmente son oprimidos – pero tiene espíritu de comedia. Las escenas se construyen con suspenso, la tensión se eleva, el espectador queda vulnerable… y a la película le sale un chiste en vez de un susto. Los desvaríos de los ancianos son tan absurdos que causan gracia. Sus excusas matutinas – enunciadas con una mezcla de culpa y vergüenza – son todavía más absurdas. La rutina es tan caricaturesca que nos quedamos pegados queriendo saber dónde está el techo. Y los chicos, millennials que han crecido mamando la fétida ubre de la internet, no se dejan impresionar tan fácil. Empatan el comportamiento insólito de los viejos con tan buen humor (y una dosis de sapiencia pop, heredada de Wes Craven) que es imposible temer por ellos.
La otra cuestión es que Becca está constantemente llamando la atención al proceso documental que está llevando a cabo, explicando la película a medida que la experimentamos (“Este lugar está repleto de tensión visual”, “Éste será el contrapunto dramático de la película”). Aquí Shyamalan toma ventaja de su desventaja, que es que escribe con la evidencia de un niño entusiasmado por su propia astucia. Finalmente cayó en la cuenta y decidió hacer una película sobre alguien parecido a él que hace una película, y le salió muy bien. No está muy seguro de si quiere inspirar miedo o risas, y le salió un híbrido que parece una parodia de sí mismo. Algo que todos podemos mirar con ternura y sumo entretenimiento.