Cuando el miedo es un juego de niños
Cuando ya todos lo daban por terminado (con abundantes razones para ello), el director indio se descuelga con una película que vuelve sobre la “película dentro de película”, pero con abundancia de ideas, un guión consistente y, sobre todo, con sentido del humor.
Nacido en la India y radicado desde pequeño en Estados Unidos, M. Night Shyamalan es hombre de bruscos nacimientos, muertes y renacimientos. Y no en distintas vidas, como podría hacer pensar la concepción del karma que se cultiva en su tierra natal, sino en la suya propia. Saltó de la noche a la mañana a la consagración, el culto, el apellido convertido en garantía de alto cine de género, gracias a Sexto sentido (1999), uno de los films de mayor reputación de los últimos tres lustros. Una década más tarde, su tendencia a la solemnidad, la grandilocuencia y las bajadas de línea religiosas y pseudohumanistas lo habían hundido prácticamente en la ignominia, rematada por los dislates de La mujer de agua (2006), El último guerrero (2010) y Después de la Tierra (2013). Ahora, cuando todo el mundo lo daba por terminado, Shyamalan resurge con Los huéspedes, comedia de terror que no sólo está entre lo mejor de su filmografía, sino de lo que ambos géneros (la comedia y el terror) hayan dado a lo largo del último par de temporadas.¿Hay algo más gastado, en el cine de terror de la última década, que la idea de la película-dentro-de-la-película, grabada con una camarita casera? The Blair Witch Project primero, todas las actividades paranormales después, y la pila de paráfrasis de una y otra, abusaron del recurso hasta dar la impresión de haberlo vaciado. Y sin embargo resultó que no. Si se lo usa con sentido e inteligencia, sin esperar de él que supla la falta de ideas, puede seguir funcionando. Véase si no Los huéspedes. Una mamá (Kathryn Hahn, comediante en pleno ascenso) comenta a sus hijos que los abuelos, que viven en medio del campo, quieren conocerlos. Mamá, que mucho tiempo atrás se fue de casa peleada, no quiere verlos. Así que lo mejor es que Becca (Olivia De Jonge), adolescente que sueña con dirigir cine y Tyler (Ben Oxenbould), preadolescente que parecería querer suceder a Eminem en el trono de máximo rapper blanco, vayan por su cuenta. Becca aprovechará para filmar un documental sobre el viaje, y como en casa de los abuelos van a encontrar otra cámara, Tyler será su “director de segunda unidad”, cargo que la algo obsesiva estudiante de cine le asigna.Shyamalan, que supo arruinar varias de sus películas con unos guiones que tarde o temprano la embarraban, esta vez se mantiene preciso, ceñido, dejándose llevar por historia y personajes. ¿Dejándose llevar adónde? Uno de los rasgos más interesantes de Los huéspedes (The visit, en el original) es que hasta casi el final el espectador no lo sabe. Sabe que hay que tener miedo, porque así lo indican el decorado (una granja aislada en medio del campo), la existencia de un sótano vedado, algunas conductas raras de los abuelos (que igual podrían pasar por simples chocheras) y sobre todo la puesta en escena, con sus noches sin luz y su creación de expectativas, mediante la dilación, las zonas vacías del encuadre, los fuera-de-campo y, cada tanto, algún que otro susto. Lo que no se sabe es a qué tenerle miedo, ni por qué.¿A una viejita medio loca, que por las noches se pone a rasguñar las puertas (a falta de piedras) o que le pide a la nieta que se meta en el horno para limpiarlo? ¿O a su marido maniático, que guarda los pañales cagados (no controla esfínteres) en el granero, o corta leños con su hacha? Los huéspedes no es una película de miedo. Es sobre el miedo. Más heredera de Scream que de El exorcista. En Los huéspedes, el miedo es juego de niños. Literalmente. El primer susto, Becca y Tyler se lo dan (y se lo dan al espectador) cuando se ponen a jugar a las escondidas. En sincro con sus protagonistas, Shyamalan plantea Los huéspedes como una “escondida” de hora y media. De allí, también, el inédito sentido del humor (¡al fin, Mr. Night!). Que tanto es directo, provocado por el simpatiquísimo Tyler (“Esa idea rarísima de trocar puteadas por nombres de cantantes famosas”) como indirecto, gracias al juego de complicidades que representa que la abue le pida a Becca meterse otra vez en el horno (¡y Becca lo haga!). O que la viejecita juegue a hacerse el monstruo, asustando a la cámara.Juego infantil. Esto es: con una pizca de ingenuidad (por parte de Tyler, porque Becca ya está grande), otra de crueldad (la escena culminante) y algo de chanchada también: ver la gran escena del pañal del abuelo, que parece escapada de una Nueva Comedia Estadounidense. Referencias a clásicos del macabro pediátrico: el horno de Hansel & Gretel, la actriz que hace de la abue, igualita a la Lilian Gish de la genial La noche del cazador. Metatextualidad funcional, con dos cámaras en mano muy bien utilizadas, sin excesos de temblor y manteniendo tensión en los encuadres. Y con el personaje de Becca reflexionando cómo “poner en escena” su documental, cómo narrar y encuadrar. Resultado: retorno en gran forma de un director que parecía acabado hace rato y que se reinstala de un solo golpe, con una de las películas más divertidas del año.