Clase B de lujo
“Los huéspedes”, la nueva película de M. Night Shyamalan, propone terror con bajo presupuesto pero con toda la genialidad del director al servicio del género.
La última película de M. Night Shyamalan tiene varios ingredientes que hacen de ella una producción interesante. Los huéspedes (“La visita”, sería la traducción literal) se plantea como el resultado del documental que filma una adolescente de 15 años que, junto a su hermano de 13, viajan a un pueblo a conocer a sus abuelos maternos.
La chica es una cineasta en potencia y quiere reconstruir la historia de su madre, que rompió la relación con sus padres cuando dejó el hogar siendo una adolescente. Este viaje servirá para tomar imágenes del mundo donde se crió su madre, conocer a sus abuelos y, si todo sale bien, averiguar si es posible que haya reconciliación para que vuelvan a ser una familia unida. El director filmó toda la película con un presupuesto total de cinco millones de dólares en una granja cercana a su casa.
El resultado es una historia que respeta las reglas del género del terror pero que agrega ese toque de cine de autor propio de alguien que tiene sello: se nota en las escenas que se matizan de pinceladas perturbadoras, en los juegos de cámara que hacen equilibrio entre el registro amateur y el trabajo de un buen director y –definitivamente– en la selección de los detalles del guion, que son la gran potencia dentro de todo relato que M. Night Shyamalan se proponga pasar de papel a fílmico.
Los huéspedes es una película clase B de lujo en una marea de películas con aspiraciones a producto de lujo estancadas en las aguas del cine clase B. Como en todos los guiones de Shyamalan, también aquí se plantea con las reglas de una aventura literaria, y las imágenes empiezan a funcionar como ilustraciones icónicas inolvidables.
Es probable que el (gran) problema de Shyamalan sea que se hizo conocido mundialmente con un batacazo. En 1999, millones de espectadores caíamos rendidos frente a la pantalla con su genial Sexto sentido, película en la que Bruce Willis descubre que el niño al que atiende ve gente muerta. El inconveniente surgió cuando, a partir de esa primera impresión, se instaló una vara alta para medir todas sus producciones. Jamás se le perdonó que en sus posteriores trabajos no hubiera un psiquiatra que al final estuviera muerto sin saberlo. No importó nunca más qué mensajes quisiera transmitir. No importó que nos sirviera en bandeja peliculones como El protegido, (u otras cuya belleza hay que ponderar con casco para que los entusiastas de la crítica no tomen represalias).
Proponer una aventura literaria es uno de los rasgos más distintivos de su cine, también un arma de doble filo. Es una lástima que el comedor serial de pururú despotrique con voz altisonante toda vez que la sorpresa del final no esté a la altura de los antecedentes. Shyamalan se disfruta mejor con una mirada menos severa.