Kevin Kölsch y Dennis Widmyer levantaron el guante de un desafío interesante: hacer una remake del clásico de Stephen King Cementerio de animales, que se adaptó al cine en 1989 y que ahora vuelve a la vida con una versión siglo 21 con ligeras modificaciones que hacen más perturbadora la historia desde lo visual. La trama del libro era tan simple como efectiva: el médico Louis Creed se muda con sus hijos pequeños y su esposa a una zona rural de Maine; la familia compró una casa con gran terreno, que incluye un misterioso cementerio que devuelve a la vida toda criatura que se pretenda enterrar. Y pronto el escéptico galeno deberá poner a prueba su sistema de creencias ante una tragedia. Con muchos guiños cómplices que remiten a la primera versión (el accidente fatal en la casa con los niños es uno, el corte del talón del vecino es otro), Cementerio de animales tiene algunos giros que pretenden potenciar el efecto ominoso de su esencia. Pero la base es la misma: un padre empujado a tomar una decisión macabra, una familia en jaque ante la tragedia y varias secuencias de sangre y huesos al aire sin eufemismos son la materia prima con la que los directores jugaron hasta lograr una aventura para fans del género, un bocado interesante para los que disfrutan del combo de sobresaltos, dolor y suspenso. La película de 1989 –dirigida por Mary Lambert– tenía detalles que ponían los pelos de punta, y en la remake los seguidores de King podrán disfrutar de un renovado set de golpes que quitan el aliento. La nueva versión ajusta algunos tornillos respecto de su predecesora (el fantasma ayudante es un joven afroamericano; el pequeño hijo de la familia no es la primera víctima; el vecino Jud Crandall es más ambiguo; el gato de la familia no es de raza sino callejero), y los cambios funcionan bastante bien en su conjunto. Cementerio de animales está bien lograda, aunque repite una fórmula ya conocida para los fans del terror gore y sólo se permite jugar con el final de la historia. Por lo demás, está parapetada en una trinchera cómoda que no sorprende a quienes leyeron el libro y vieron su primera adaptación. No es fácil destronar a un clásico sin una fórmula nueva.
En su segunda película como directora, Eugenia Sueiro pinta un fresco cotidiano tan sencillo como disfrutable, protagonizado por un sólido grupo de actores encabezados por César Bordón. Las buenas historias se cuentan desde los detalles pequeños. A veces como espectadores olvidamos esa posibilidad alucinante que tiene la narrativa cinematográfica. Por suerte cada tanto aparecen películas como El tío, la segunda realización en la que Eugenia Sueiro ocupa la silla de directora (hubo una ópera prima hace 7 años, Nosotras sin mamá). La película cuenta la historia de Dalmiro Rizzo, un agente inmobiliario que debe cumplir una promesa de llevar a sus sobrinos de viaje tras la muerte de su hermano. Su cuñada, ahora viuda, atraviesa una situación delicada e insiste en que ese viaje es una deuda que el protagonista debe saldar. Se trata de una historia simple, despojada, sin mayores pretensiones que las de asomarse al mundo de las personas comunes y los dramas cotidianos para pintar un fresco ajustado a la realidad. Así, El tío consigue que desde el otro lado de la pantalla nos sintamos testigos privilegiados de las ceremonias discretas que sostienen las rutinas de la vida. Con prolijidad quirúrgica, Sueiro retrata la puja interior de un hombre que se debate entre su trabajo en una inmobiliaria, su pasión de hincha del club Almagro y un difuso rol de tutor o encargado que lo obliga a cumplir un designio para los miembros de esa familia fracturada tras la muerte de hermano Eliseo. Con buen ojo PUBLICIDAD La pericia de Sueiro (cultivada en su rol de directora de arte de películas como Diarios de motocicleta, El abrazo partido y La mujer sin cabeza) se pone al servicio de una historia en la que el entusiasmo infantil pulsea sudorosamente con las reales posibilidades económicas de los adultos de clase media. Y el resultado es una empatía inmediata con los personajes, cuya discreta epopeya se nos hace carne. Las promesas blandas, los esfuerzos por conseguir dinero, la vida en jaque dentro del tablero de las decisiones trascendentales, son algunos de los condimentos de los que Sueiro se vale para mostrar en certeras pinceladas cómo cada individuo bucea bordeando el naufragio en las aguas de las emociones. En El tío destacan sin lugar a dudas las actuaciones. Dalmiro está interpretado por César Bordón (Relatos salvajes), pero lo acompañan un grupo de notables secundarios que le imprimen a la historia una solidez destacable. El secreto de El tío está en esquivar las fórmulas del cine vertiginoso para proponer un relato sin estridencias, sencillo y cargado de sentimientos. Si se hace o no el viaje, si se cumplen o no los sueños, en verdad no es lo que importa dentro de la película. La verdadera pregunta que subyace es si estamos a la altura de las circunstancias cuando la realidad nos exije, simplemente, que demos una respuesta.
La última película del director Damien Chazelle trajo polémica. Protagonizada por Ryan Gosling en el papel de Neil Armstrong, First Man (El primer hombre) narra la aventura inusual del primer astronauta en pisar la superficie lunar. Pero no fue hasta su estreno en algunos festivales que comenzó a circular la noticia: el film omitía la escena más emblemática para los norteamericanos, el momento en el que Armstrong planta la bandera de conquista. First man es ante todo un drama personal, y está basada en una biografía escrita por James R. Hansen, que hace foco ya no en la proeza aeroespacial sino en el hombre dentro del traje, y en las circunstancias que hicieron que aquel piloto calificado y valiente se convirtiera en un héroe silencioso para toda la humanidad. El viaje espacial es parte de la trama, y es el motor de las motivaciones de muchos personajes dentro del relato, pero no es la esencia del film. La película está bastante alejada de las convenciones de un relato vertiginoso, como hacen suponer los condicionamientos impuestos por una industria que busca dar sacudones visuales y que suele poner el acento en los efectos especiales y en la espectacularidad del relato. First man es una película sencilla que explora los rasgos de Armstrong como hombre. El relato comienza con el fallecimiento de la hija menor del astronauta a raíz de una enfermedad y permite que nos aproximemos a su costado humano para entender cómo ese hecho templó su carácter. A partir de ahí el espectador se ve convidado –en asiento preferencial– con una travesía que comienza cuando Armstron pasa del programa Gemini (precursor de las misiones Apolo) hasta el vuelo que finalmente llegaría a la Luna. First man se corre del lugar de una película de acción para abonar el concepto que más difundió el propio Neil Armstrong: la llegada a la Luna no es un logro de los norteamericanos exclusivamente, es una conquista de la humanidad.
En las adaptaciones se corren riesgos: romper la esencia de la historia original, elegir un casting inapropiado o, directamente, destrozar la reversión de un buen material preexistente. La gran pregunta es: ¿hace falta volver a filmar una historia que ya se contó en otro idioma de manera exquisita? El caso de la flamante Perfectos desconocidos, dirigida por el español Alex de la Iglesia, tiene condimentos para analizar desde distintos ángulos. La versión original de esta comedia negra es Perfetti sconosciuti, una película de factura italiana, dirigida en 2016 por Paolo Genovese. De la Iglesia tomó el guion original y le hizo sutiles modificaciones (que en algunos casos hasta torcieron el hilo y el destino de algunos personajes). Aunque las comparaciones son siempre odiosas, hay que decir que la apuesta española es más caricaturesca, pero mantiene casi intacta la trama central: cuatro parejas de amigos se juntan a cenar y deciden llevar adelante un juego: hasta que se levanten de la mesa, los celulares estarán abiertos para que todos puedan leer las notificaciones y escuchar en altavoz las llamadas. Aunque inocente, el pacto conlleva una serie de riesgos que comienzan a poner en evidencia a los personajes, de quienes empezamos a conocer detalles y antecedentes que sobresaltan. Casi toda la película transcurre en torno a esa mesa en la que la tensión y los malos entendidos llevarán al film a un clímax con sorpresas. Algunos actores dentro del casting convocado por Alex de la Iglesia están centrados, aunque otros (por caso Ernesto Alterio y Eduardo Noriega) se salen de registro y rozan la parodia, aunque no llegan a poner en riesgo la historia completa. En nuestro país tenemos antecedentes de fallas estrepitosas en materia de adaptación, como lo ocurrido con El secreto de sus ojos, que terminó opacada con una versión norteamericana paupérrima, o el de Nueve reinas, que corrió similar suerte. En una reversión se corre el riesgo de convertir una buena propuesta en un remedio genérico para el aburrimiento. Los espectadores que se toman el trabajo de ver “original y copia”, suelen ser lapidarios. Pero aunque se pueda haber disfrutado mucho (más) la versión original producida en Italia, hay que reconocer que el resultado de Perfectos desconocidos es digno. Y lo confirma el guarismo de los tickets en la taquilla, que ponen a De la Iglesia en el podio de los que la están rompiendo con una copia certificada.
La nueva película de Alberto Lecchi es un entrecruzamiento de generaciones con epicentro en un padre y en un torbellino de períodos de la historia política que afectan a cada personaje. El origen del conflicto está en la Guerra Civil española y de ahí pasa a formar parte de la última dictadura militar argentina. Te esperaré es una película emocionante aunque sin golpes bajos. Y va montada sobre un elenco que es creíble, y que permite sintetizar varias de las incógnitas que todavía arrastramos en nuestro acervo cultural, fundado sobre años oscuros y vidas perdidas. Darío Grandinetti compone a un arquitecto cuya relación con la figura de su padre fallecido es un gran conflicto. El hombre fue un héroe de guerra, y su nieto (hijo de Grandinetti) quiere conocer a fondo la historia. El abuelo murió también peleando pero en Argentina. Mientras los intereses de padre e hijo se alinean en pugna, aparece el español Juan Echanove, quien tiene un libro exitoso inspirado en la vida del abuelo fallecido. Los conflictos del núcleo duro de la familia irán entrelazándose con intereses más grandes, ajenos y siniestros. La sombra de un pasado horroroso todavía opaca las jornadas del presente, y los Grandinetti –cada uno en su personaje– se volverán las antípodas, las dos caras de una misma moneda acuñada en el miedo y en la sospecha. Contra su voluntad, el personaje de Darío Grandinetti deberá tomar una serie de decisiones que cambiarán el curso de la vida de quienes tenga cerca, para siempre. Con actuaciones bien logradas y un guion que sostiene el paso firme hasta el final, Te esperaré no es sólo un buen thriller con factura nacional, también puede ser un llamado de atención para no cerrar los ojos ante una realidad es parte de nuestro ADN.
"Inseparables", una película cinco estrellas Marcos Carnevale logra en Inseparables una remake sensible de la película francesa, pero en tono de comedia, y con la complicidad de dos actores enormes. Muchos aspectos hacen de la última película de Marcos Carnevale algo especial. Primero, la placa con que comienza: “Basada en hechos reales”. Esas cuatro palabras suelen funcionar como un anzuelo que difícilmente desilusiona, porque a las historias las enriquece la verosimilitud, y cuando hay sucesos verdaderos que inspiran a un director y a un guionista, todo parece más luminoso, más cercano. Pero Inseparables es más que una adaptación de una película francesa (Intouchables); se trata de una muy buena comedia que se mete en temas complejos: las diferencias de clase social, la actitud frente a la discapacidad, el valor de la amistad y la solidaridad. El trabajo de los actores principales aporta una complicidad palpable que, además de enriquecer la narración, genera inmediata empatía: el gran logro de la adaptación es que tanto las fricciones como las coincidencias entre Rodrigo de la Serna y Oscar Martínez son impecables y desencadenan una batería de gags que los adeptos al género agradecerán. El humor es una herramienta fundamental en toda la película, y en ningún momento suena forzado. No es fácil tratar ciertos temas y con ellos hacer una comedia, pero en el caso de Inseparables, el desafío cumple con creces las expectativas. ¿Cómo hace un hombre impedido físicamente para continuar llevando una vida normal? ¿Influye en algo su entorno? ¿Existe una receta absoluta para superar las adversidades? La historia de una amistad en ciernes parece responder esa y otras preguntas en un marco que resulta fácilmente digerible. Un buen guion, una buena dirección y dos grandes actores al servicio de ofrecer un buen rato en las butacas. Sin dudas, Inseparables pasará a engrosar la lista de películas que uno vuelve a ver cada vez que puede, por puro gusto. Es el mejor destino para una película.
Grandes aspiraciones “Testigo íntimo” es la segunda película de Santiago Fernández Calvete y cuenta con la actuación de Graciela Alfano. Dos hermanos comparten a la misma mujer. Si en una olla mezclamos algunos cubitos de cine policial francés, le agregamos unos toques oscuros de thriller de países nórdicos y dejamos cocinar a fuego lento durante una hora y 40 minutos, obtendremos un plato principal con aspiraciones claras a convertirse en clásico, pero con algunas fallas en la receta que hacen que el resultado sea difícil de conseguir. El problema de Testigo íntimo, la película dirigida por Santiago Fernández Calvete y protagonizada por Felipe Colombo, Graciela Alfano, Guadalupe Docampo, Leonardo Saggese y Evangelina Cueto, no es la historia, que está bien. ¿De qué va? Dos hermanos, cada uno con su pareja. Uno boxeador, el otro abogado. Este último tiene una relación amorosa –clandestina– con su cuñada. Y la madre de su mujer lo descubre. La trama es sencilla, pero en medio de ese conflicto hay un crimen y la amante muere, y entonces los hermanos se ven atrapados en una encrucijada moral, porque son los principales sospechosos y la infidelidad no está blanqueada entre ellos. La pulpa del conflicto late debajo de un hollejo filosófico. Porque si bien el problema es lo que ocurre entre el grupo de personas involucradas en las circunstancias, la película plantea una suerte de “conflicto macro”. Mientras los personajes sólo cruzan uno que otro mensaje de texto, corre en paralelo una narración con un planteo de vida respecto de la injerencia de la tecnología en la vida de las personas que se presenta, sin mayor contextualización, a través de un personaje detenido e interrogado por la policía. Este hombre es quien abre el filme y es el encargado de reflexionar sobre las redes sociales, los teléfonos celulares y los satélites. La “lección de filosofía” aporta confusión y distrae. Las actuaciones estelares son equilibradas, aunque por momentos sorprenden menos los protagónicos que los actores secundarios, y en este sentido, el caso de Graciela Alfano merece una mención especial. Si el espectador consigue escindir su papel de la parafernalia del show televisivo en donde se forjó, de los escándalos mediáticos y los dimes y diretes donde parece nacida y criada, puede ver la luz al final del túnel. Todo el tiempo perdido intentando mantener refulgiendo el brillo efímero de la vanidad en una pantalla chica bien se puede canalizar en una aparición iridiscente en un puñado de escenas dignas. Esas intervenciones sí valen la pena para pasar a la posteridad. Esto, en el caso de que no consiga pasar a la posteridad la película.
Clase B de lujo “Los huéspedes”, la nueva película de M. Night Shyamalan, propone terror con bajo presupuesto pero con toda la genialidad del director al servicio del género. La última película de M. Night Shyamalan tiene varios ingredientes que hacen de ella una producción interesante. Los huéspedes (“La visita”, sería la traducción literal) se plantea como el resultado del documental que filma una adolescente de 15 años que, junto a su hermano de 13, viajan a un pueblo a conocer a sus abuelos maternos. La chica es una cineasta en potencia y quiere reconstruir la historia de su madre, que rompió la relación con sus padres cuando dejó el hogar siendo una adolescente. Este viaje servirá para tomar imágenes del mundo donde se crió su madre, conocer a sus abuelos y, si todo sale bien, averiguar si es posible que haya reconciliación para que vuelvan a ser una familia unida. El director filmó toda la película con un presupuesto total de cinco millones de dólares en una granja cercana a su casa. El resultado es una historia que respeta las reglas del género del terror pero que agrega ese toque de cine de autor propio de alguien que tiene sello: se nota en las escenas que se matizan de pinceladas perturbadoras, en los juegos de cámara que hacen equilibrio entre el registro amateur y el trabajo de un buen director y –definitivamente– en la selección de los detalles del guion, que son la gran potencia dentro de todo relato que M. Night Shyamalan se proponga pasar de papel a fílmico. Los huéspedes es una película clase B de lujo en una marea de películas con aspiraciones a producto de lujo estancadas en las aguas del cine clase B. Como en todos los guiones de Shyamalan, también aquí se plantea con las reglas de una aventura literaria, y las imágenes empiezan a funcionar como ilustraciones icónicas inolvidables. Es probable que el (gran) problema de Shyamalan sea que se hizo conocido mundialmente con un batacazo. En 1999, millones de espectadores caíamos rendidos frente a la pantalla con su genial Sexto sentido, película en la que Bruce Willis descubre que el niño al que atiende ve gente muerta. El inconveniente surgió cuando, a partir de esa primera impresión, se instaló una vara alta para medir todas sus producciones. Jamás se le perdonó que en sus posteriores trabajos no hubiera un psiquiatra que al final estuviera muerto sin saberlo. No importó nunca más qué mensajes quisiera transmitir. No importó que nos sirviera en bandeja peliculones como El protegido, (u otras cuya belleza hay que ponderar con casco para que los entusiastas de la crítica no tomen represalias). Proponer una aventura literaria es uno de los rasgos más distintivos de su cine, también un arma de doble filo. Es una lástima que el comedor serial de pururú despotrique con voz altisonante toda vez que la sorpresa del final no esté a la altura de los antecedentes. Shyamalan se disfruta mejor con una mirada menos severa.
No los para nadie La segunda entrega de Los Vengadores, la franquicia de Marvel, tiene todo para seguir siendo una gallina de huevos de oro. ¿Se avecina una tercera? Llegaron ya Los Vengadores y eran seis. ¿O siete? ¿O nueve? Bueno, esa es una de las grandes incógnitas que se pueden develar en el último tanque que echó a rodar la Marvel, la archi esperada Los Vengadores: la era de Ultrón. Se trata de la segunda entrega de una saga que promete convertirse en un arma de seducción masiva para los fans del género, una apuesta exquisita que tranquilamente –si le siguen poniendo pilas– puede pasar al hall de a fama del cine, porque tiene todo lo necesario para convertirse en un clásico: héroes que se debaten en dilemas morales, escenas de combate que hacen volar los pururús por el aire y efectos especiales que parecen haber encontrado en esta película el equilibrio justo entre lo deslumbrante y lo admirable. El gran desafío de esta saga, sin lugar a dudas, es convertirse en un pulpo cuyos tentáculos puedan recoger las aventuras individuales de estos superhéroes (no olvidemos que la gran mayoría tuvo su propio protagonismo en los unipersonales que los llevaron a coincidir en esta aventura). Punto a favor: la peli lo logra de acá a la China. Todos juntos En el preestreno no faltaron los seguidores con pecheras de luz en las remeras (a la manera de Tony Stark), ni las carcajadas estentóreas ante cada humorada que los parlamentos incorporaban a la historia. A la hora en que las luces desaparecieron y la aventura comenzó, más de la mitad de los adeptos se frotaban (literalmente) las manos. Y no tardaron en festejar que los protagonistas de Los Vengadores ya son personajes hechos y derechos, que tienen aplomo y que son indispensables para la trama. El único “pero” que se escuchó cuando se encendieron las luces en la sala fue porque la línea argumental se había tomado varias licencias respecto del cómic. Y aunque eso es casi un pecado para los puristas, no hace mella en la coraza del disfrute. Los grandes logros: Hulk está exultante; el Capitán América deja de ser tan prototípicamente norteamericano; Tony Stark (Ironman, para los amigos) es amado y odiado como corresponde; Thor se lleva puestas las limitaciones de su personaje; y los “más humanos” Clint Barton (el arquero) y Natasha Romanoff (la perfecta Scarlett Johansson) para nada hacen papel de relleno. La unión hace la fuerza, y eso es lo que queda en claro cuando Los Vengadores deben enfrentarse a la amenaza de Ultrón, que pinta peligrosa para la continuidad de la especie humana y de ellos mismos. Pochoclera, estridente, vertiginosa y robadora de aliento, Los Vengadores: la era de Ultrón ya despierta los primeros pronósticos de taquilla, que dan cuenta de que en el preestreno se cortaron tickets en números dignos para el batacazo, a la altura de Rápido y Furioso 7. Buenos y malos Sin entrar en detalles para no embromar la expectativa de los fans, se puede decir que la trama se complejiza bastante en relación a la primera película, pero que eso no le quita brillo a una realización impecable que termina siendo una orgía de efectos especiales que no admiten ni un pestañeo. Es cierto, hay muchas licencias respecto de la versión literaria. Es cierto, se te pasa el colectivo si no prestás atención, sobre todo en la mitad, cuando se empiezan a ver los fundamentos y los secretos necesarios para entender cuál es el rumbo al que apuntan los guionistas. Y sin embargo, la atención no decae jamás. ¿Es una historia remanida? Tal vez. Pero vale realmente la pena.
El arte de lo aburrido Empecemos diciendo que hay que ver Mortdecai sin pururú ni gaseosa en las manos; el riesgo de tirar ambas cosas al piso por aburrimiento es grande. El director David Koepp apostó en esta ¿comedia? todas las fichas del éxito a la camaleónica figura de Johnny Depp, que acaba regodeándose en una maroma de lugares comunes para componer uno de sus papeles menos dignos. Mortdecai es el apellido de un excéntrico traficante de obras de arte (Depp), un señor sin escrúpulos que se pasa la película entera tratando de evitar la bancarrota en su matrimonio con Gwyneth Paltrow (más anodina que nunca). Para esto colabora en la investigación de un crimen relacionado al mundo del arte con un policía de alto rango (Ewan McGregor, en su actuación menos memorable) que, a la vez, está enamorado de Paltrow. Hay una serie de enredos (que bordean la frontera que separa el absurdo de la pavada sin sentido) y situaciones aparentemente cómicas que no alcanzan a empujar una trama tan remanida como previsible. Si un mérito tiene Mortdecai es haberse ganado un pasaje al país del olvido, sin escala en la estación del entretenimiento. Una película ideal para la tarde de un domingo –en la tele–, con la posibilidad de hacer zapping sin culpa.