El terror que no asusta pero entretiene un buen rato
En "Los huéspedes" dos hermanos hacen un viaje a la casa de sus abuelos, en una remota granja en Pennsylvania, pero los niños descubren que la pareja de ancianos están involucrados en algo profundamente inquietante. A pesar de los cabos que el espectador puede comenzar a atar, todo vira en lo absurdo, protegido por la diferencia de edad de las generaciones.
La exposición a la prensa y la crítica parecen haber cambiado a M. Night Shyamalan, ya que en su nueva producción, “Los huéspedes”, el director se despacha con una historia tradicional de argumento simple, como en toda su trayectoria fílmica, pero con un resultado completamente opuesto a las búsquedas de “Sexto sentido”, “La aldea”, y “Señales”. Becca y Tyler son dos hermanos que van a conocer a sus abuelos, a pedido de ellos y a pesar de estar distanciados de su hija, madre de los chicos. Con la idea de darle un toque dramático, Becca decide filmar un documental sobre la reunión, que será durante una semana en la casa de los ancianos. Todo transcurre normalmente, hay abrazos y cariño, hasta que cae la noche. Los abuelitos tienen comportamientos extraños, como vomitar, divagar, y ser incontinentes. Pasado el momento, se justifican el uno al otro y los mismos hermanos tratan de calmar su preocupación con el pensamiento de “son viejos, hacen cosas de viejos”. Pero las conductas comienzan a ser más de lunáticos que de viejos: arrastrarse en cuatro patas, agredir a extraños, encerrar a los chicos en el horno, son algunas de las costumbres de esta pareja.
A pesar de los cabos que el espectador puede comenzar a atar, todo vira en lo absurdo, protegido por la diferencia de edad de las generaciones que conviven en esa casa de campo. Es por eso que cada posibilidad de jugar al detective intuyendo cómo continúa o termina la historia, es cortada drásticamente por un chiste que desvía la atención (cuando el niño ve a su abuela desnuda rasguñando la pared, se asusta pero lanza un “estoy ciego”). Imposible no entretenerse en esa ambivalencia, que nos hace caminar por unas montañas para luego hundirnos en cráteres de disparidad.
Lejos de buscar la sorpresa, Shyamalan aprendió a reirse de su propio cliché y los momentos dramáticos son carentes de dramatismo porque convirtió su falencia en un recurso.