La soportable levedad de ser… gangster
Los ilegales es una película tibia. Mantiene algunos de los rasgos genéricos de los films de gangsters reconocibles fácilmente por los espectadores (narración en primera persona, contexto de la ley seca, ascensos y caídas) y cumple con una serie de convenciones estéticas y narrativas como para pasarla bien un rato. No tiene otra pretensión más que la liviandad y, forma parte de una tendencia que será visible acaso con el pasar de los años: la retroalimentación con las actuales superproducciones seriales de televisión. Aquí, la década del 30 es aggiornada para una teleplatea que pueda aceptar como concebible aquello que, para entonces, era imposible moralmente: el triunfo de los que transgreden la ley. Dentro de la actualización, la música de Nick Cave fortalece ese rol aportando un toque “cool” y melancólico. Por ello, el interés de esta historia de los hermanos Bondurants dependerá de las expectativas de los aficionados al género en cuanto a rupturas y continuidades frente a la tradición. Y es en este punto donde el guión de Cave (a partir del libro de Matt Bondurant) coquetea con algunas variaciones simpáticas que lo llevan a una especie de western crepuscular a partir de la inclusión de signos tales como desplazar el ámbito dramático de la ciudad al condado, privilegiar los paisajes abiertos y escenificar contiendas entre tipos rudos desaliñados contra otros galanamente vestidos. El gesto, por momentos, parece desbarrancarse hacia el ridículo. La estampa fina y afeminada de Guy Pearce (una especie de Bob Geldof en The Wall) confirma lo anterior (definitivamente, para elegantes cabrones, me quedo con el cinismo de Nucky Thompson), además de relegar a otro personaje mucho más interesante, interpretado por Gary Oldman.
La prolijidad y el tránsito hacia la comodidad vencen. Allí donde ciertas decisiones argumentales podrían ponerle un poco de pimienta a determinadas situaciones (algún golpe maestro hacia la mitad, digno ejercicio de las series con las cuales este film dialoga), encontramos convalidaciones narrativas y tranquilizantes amorosos, propios de la medianía en el que se mueve el imaginario cinematográfico industrial americano.
El film, en este sentido, se queda a mitad de camino siempre; lo hace con un punto de vista indefinido como para lograr empatía con el supuesto héroe (Jack, que tampoco es un antihéroe), en las escenas violentas y en las de amor, poco jugadas. Es en estos momentos donde se torna un ejercicio prescindible de ver más allá de un disfrute de prolijidad cinematográfica.