Si hay una secuela innecesaria, tosca, aburrida, que nada entiende del universo y los personajes creados en la película anterior, esa es Los indestructibles 2. El director Simon West se olvida absolutamente de todo lo bueno que supo hacer Stallone en la primera: filma mal la acción (escenas fugaces hechas de planos velocísimos) y los tiroteos parecen hechos en automático y a las apuradas (no se aprovecha el sonido ni se despliega el gore salvaje de la primera); los onliners cargados de autoconciencia que antes eran dichos con respeto por el género y su historia se convierten en meros guiños fáciles al público; el drama más intimo de los protagonistas ahora está subrayado y reducido a apenas uno o dos conflictos (cuando en la otra las líneas de tensión eran múltiples y surgían de las relaciones internas del grupo); las apariciones de los personajes son forzadas e inverosímiles (como la del mercenario joven e impoluto), y casi nunca se integran armoniosamente con el relato. El momento que mejor resume la desidia general de la película es la irrupción de Chuck Norris: el tipo sale de la nada, mata a todos los enemigos en un instante y no hace más que reírse de sí mismo, es decir, del actor más que del personaje. A Booker/Norris le preguntan por el rumor de que había sido mordido por una cobra rey, y él responde que después de unos días de tremenda agonía, la cobra murió. El chiste (que está bastante bien) funciona solo si se tiene más o menos presente el status de ídolo del cine de acción ochentoso al que Chuck Norris accedió hace algún tiempo; de ahí sale el chiste de la cobra, de las frases difundidas por internet que se tomaban en sorna su carácter de héroe todopoderoso. La escena no es más que eso, la actualización en cine del humor con que se recubre habitualmente al protagonista de Walker Texas Ranger.
Debajo de los diálogos rústicos, la acción desenfrenada y poco justificada narrativamente y una cierta desprolijidad general, la primera parte de Los indestructibles se internaba de lleno en un mundo en descomposición, al que miraba con cierta melancolía pero siempre de manera vital, enérgica. Era eso: a pesar de transcurrir en una suerte de momento terminal del cine de acción más convencional y de animarse a exhibir sus consecuencias físicas y mentales (el costado más oscuro y no exento de política que esgrimía la película dirigida por Stallone), Los indestructibles quería ser una fiesta que se celebraba ahora, en el presente, más allá de los homenajes-guiños-referencias al pasado de un cine y sus estrellas más sobresalientes. En cambio, la segunda parte no tiene nada para decir o hacer que no sea observar cómodamente esa historia y esperar absorber de ella, casi mágicamente, sus aciertos. Jason Statham y Stallone son dos duros irreprochables, de esa rara estirpe de actores capaces de sostener cualquier película, de ponerle el cuerpo hasta al peor guión y salir airosos. No por nada son el núcleo de la historia y, al igual que en la primera, uno oficia prácticamente de padre y otro de hijo, como si lo que se estuviera pasando ahí mismo en la imagen de ellos dos fuera una posta. Las escenas de acción de Statham son de lo mejor de la película, momentos en los que el montaje le da un poco de respiro a la imagen y el director confía en lo que pueden dar sus intérpretes. También hay algún cuadro de color nada despreciable cuando el grupo descansa y se toma un descanso, Van Damme hace a un muy buen villano, y es una decisión interesante el ampliar el personaje de Gunnar convirtiéndolo en un oxidado ingeniero químico (el propio Dolph Lundgren tiene un máster de ingeniería obtenido en Suecia).
Algún crítico medio despistado podría suponer que se trata de una película hecha exclusivamente para fanáticos, pero sería asumir que a esos seguidores les gusta el mal cine, además de que se estaría olvidando del pasado de un género que tuvo (y tiene, todavía, por suerte) unas cuantas grandes películas.