Los indestructibles 3 es una buena película de acción que entiende el género a la perfección, que no busca innovar sin necesidad, que no apuesta a reírse de sus convenciones (como sí hacía la anterior), que se toma en serio a sus personajes pero sin volverse solemne. Es decir, como película es bastante más segura de sí misma que la segunda, que oscilaba entre la parodia del género y el intento de hacer verdadero cine de acción (uno de los puntos más altos era el villano sanguinario de Van Damme, que escapaba al tono autoconsciente general). Pero la última tampoco no tiene la inteligencia y el corazón de la primera, en la que el relato podía articular sin problemas la celebración de la violencia coreografiada, los disparos y las explosiones junto con el desarrollo de los personajes: es que Los indestructibles era también una exploración sobre las secuelas físicas y psicológicas de la vida de un mercenario (o de un protagonista de cine de acción) que podían llevar al cansancio y a la locura, y donde lo único parecido a una familia eran los propios compañeros, igualmente desquiciados, peligrosos y solitarios.
La tercera entrega sobresale en el diseño de las escenas de combate: desde la inicial, en la que puede verse a un helicóptero asaltar un tren que se dirige a una cárcel militar y que termina con ese mismo tren siendo estrellado intencionalmente contra la prisión (un poco como en el prólogo de Relatos salvajes), queda claro que la película sabe cómo aprovechar las condiciones materiales de su universo. Los diálogos y los vínculos entre los personajes, en cambio, pierden en comparación con las anteriores: las frases se escuchan mal y las conversaciones se sienten forzadas por el montaje, como si el ensamblaje de la edición tratara de disimular sin éxito problemas de guión. Los chistes, en especial los que surgen entre Barney (Sylvester Stallone) y Christmas (Jason Statham), no funcionan bien y se extraña la aceitada relación entre cómplice y paternal que mantenían antes. Algunas apariciones, como las de Wesley Snipes y Antonio Bandera, parecen querer sumar dinamismo a la historia y tapar las falencias, pero ninguno de los dos acaba por entrar realmente en el mundo de Los indestructibles: más bien parecen dos gags fallidos y poco elaborados que solo rompen con el clima general de la serie. La mejor decisión que toma esta tercera entrega es la inclusión del traficante de armas Stonebanks interpretado por Mel Gibson, un villano de esos que al cine le cuesta cada vez más dar. Que Gibson es una de las personalidades más importantes del cine norteamericano no es ninguna novedad: son pocos los directores capaces de engendrar una locura tamaño XL como Apocalypto y, a su vez, pocos los actores que sepan poner el cuerpo como en las injustamente ignoradas Revancha, Al filo de la oscuridad o la extraordinaria Vacaciones en el infierno (Get the Gringo). De hecho, viene de componer a un malo todavía más excesivo y megalómano en Machete Kills, la pobre secuela de Robert Rodríguez que gana interés sobre el final únicamente gracias a la presencia magnética de Gibson. En Los indestructibles 3, su Stonebanks combina hábilmente la sofisticación y la crueldad de los mejores villanos; incluso se interesa por el arte moderno y llega a comprar un cuadro por varios millones (en Get the Gringo, simulando ser otra persona, se atrevía a explicar el significado de un cuadro colgado en una oficina justo antes de hacerla estallar por los aires). Con un registro actoral ambiguo capaz de seducir tanto como de impactar por su sadismo, la entrada de Mel Gibson es el cimiento que termina de apuntalar la tercera parte de Los indestructibles, una serie cada vez más regular que parece ir estabilizándose y volviéndose predecible, como si el género, en cierta forma, fuera devorando las particularidades de la primera película hasta despojarla de cualquier originalidad y dejar como resultado un cine efectivo pero también un poco rutinario.