Los traidores
No es un hecho frecuente, pero -al menos por una vez- la taquilla estadounidense es consecuencia de algo más que una buena campaña de marketing. Estrenada en agosto de 2010, Los indestructibles había sorprendido a propios y extraños recaudando la friolera de 35 millones de dólares durante el fin de semana de su debut. Dos años después, el lanzamiento de la secuela había rozado los 29 millones en ese mismo periodo. Hace un par de semanas, la tercera debutó con discretos 16 millones de verdes ¿Es justo atribuirle la culpa a la piratería (una copia en alta calidad se filtró bastante antes del estreno mundial) o la competencia desaforada por el monopolio del mercado? En parte sí, pero lo cierto es que el desinterés del público puede explicarse también como un síntoma del agotamiento de una franquicia cuyos méritos basales (la sorpresa, la autoconciencia, la rabiosa maleabilidad física del dispositivo, la sensación de divertimento generalizado en el set) no sólo se diluyen entrega tras entrega, sino que ahora empieza a quebrar aquel juramento hipocrático tácito de revalidación ochentosa.
El film comienza con un par de escenas que marcan el rescate y la posterior incorporación de Doc (Wesley Snipes) al grupo de marginales. Son, además, recortes de un mundo alocado y anárquico similar al de Rápido y furioso, un mundo donde todo, incluso embocar una lancha sobre la caja de una camioneta en movimiento, es físicamente posible. La introducción servirá de puntapié para la presentación de una premisa consabidamente básica que consiste, cuándo no, en la caza del malvado de turno. Malvado que no es un dictador latinoamericano ni un militar soviético despiadado, sino un tal Conrad Stonebanks (interpretado por un Mel Gibson felizmente desaforado), cofundador años ha del escuadrón protagónico junto a Barney Ross (Sylvester Stallone) y ahora devenido en traficante de armas.
Hasta aquí, entonces, todo más o menos igual que siempre. Las diferencias –y los problemas– surgen cuando Barney decide no trabajar con sus habituales compañeros (Jason Statham, Randy Couture, Dolph Lundgren), sino recurrir a la sangre fresca. Que esto equivalga a la incorporación de un grupo de actorcitos genéricos, con Glen Powell y Kellan “Crepúsculo” Lutz a la cabeza, todos ellos de belleza etéreamente ruda y musculatura trabajada, marca un desapego de las particularidades larvales de la saga. La “traición” es aún mayor si se tiene en cuenta que ellos llegan con una serie de dispositivos hi-tech que difícilmente cuadren en la -perdón por la cacofonía- lógica analógica del ex Rocky y compañía. Quizás consciente de esa contradicción, la película se reservará el regreso de los viejos para el “todos contra todos” final, lo que a fin de cuentas no hace más que reducir el subtexto argumental a un enfrentamiento entre lo viejo y lo nuevo, tema varias veces trabajado en mejor forma –y con mayor generación de placer para el espectador– por Clint Eastwood en, por ejemplo, la no del todo valorada Jinetes del espacio.
Llegado a este punto, es válido responder una pregunta fundamental ante este tipo de propuestas: ¿Es Los indestructibles 3 una buena película de acción? Ni siquiera eso: el director Patrick Hughes, elegido para la remake norteamericana de The Raid, apuesta a construir las peleas a puro corte de montaje y con planos mayormente cerrados, impiendo cualquier atisbo de emoción e imposibilitando al espectador de algo tan básico como saber quién le pega a quién. Así, el resultado final es un exponente demasiado parecido a tantos otros de la coyuntura cinematográfica. Coyuntura que, para peor, es la presente y no la pasada.