El músculo que no duerme y la ambición que no descansa
El viejo Stallone encontró el filón, se aferró a él con uñas y dientes y ahora presenta la tercera entrega de algo que no debió pasar de la primera. Como si no hubiera suficiente cine para descerebrarse, Sly aporta el suyo con la ayuda de veteranos nostalgiosos de los tiempos de Reagan, gloriosos ochentas donde el patrioterismo musculoso dominaba, y ser "americano" bastaba para despacharse a cuanto enemigo del capitalismo existiese.
En esta ocasión hay que soportar la primera media hora, soporíferamente abundante en balazos y explosiones, para encontrar algo parecido a una trama. El grupo de mercenarios liderado por Ross (Stallone) debe lidiar con un peligroso traficante de armas conocido como Stonebanks (Mel Gibson). En medio de un enfrentamiento, un hombre de Ross es gravemente herido; por ello, y ante la culpa que siente por la baja, Ross decide dejar de lado a sus compañeros de siempre y emprender la búsqueda de nuevos integrantes para el grupo. Así inicia una larga secuencia donde se presentan a los candidatos y sus cualidades. De todos ellos, es Galgo (Antonio Banderas) el que sobresale, y lo hace en todas sus participaciones, robando escenas literalmente con su personaje verborrágico y divertido, en tanto Gibson se luce como el villano, con mucho en común con Ross.
El resto hace lo suyo, especialmente Harrison Ford, quien definitivamente no parece tomarse muy en serio el asunto. Y hace bien.
Este tercer filme bien podría ser el final de la saga. Queda expuesta la falta de ideas y solo termina ofreciendo un desfile de viejas glorias del cine cargado de testosterona, y nuevas figuras menos trascendentes. Para nostalgiosos y amantes del ruido que se conforman con poco.