Carne y esteroides.
Un grupo de mercenarios debe liquidar al tirano de una república bananera en la que se habla un español mal redactado. Para la original misión cuentan con la ayuda de la hija del infame dictador. No hay mucho más, Los indestructibles es una gran pavada que sólo sirve como excusa para que cada uno de los actores del casting soñado por Sylverster Stallone, que incluye a Mickey Rourke, Bruce Willis, Arnold Schwarzenegger y otras viejas glorias del cine de acción de los años ochenta, haga su sketch y entre todos compongan una suma de situaciones incoherentes. La mezcla de marketing y nostalgia exigía como condición cuerpos y caras inmutables, pero curiosamente, lo artificial del proyecto se ve reforzado por la cirugía estética que genera, en lugar de actores maduros, muñecos de silueta artificial y máscara fija.
Los indestructibles es una involuntaria parodia berreta, una película torpe, mal actuada y peor dirigida, en la que unos freaks hipertrofiados fuerzan sin gracia los tópicos del género con líneas de diálogo que darían vergüenza a un niño de primer grado, como la confrontación entre Stallone y Scharzenegger por los kilos de más o el insufrible monologo de Rourke sobre la culpa. La película genera la sensación de estar frente al museo de cera de los blockbuster de los ochenta, un viejo club de amigos que deberían irse un fin de semana de pesca en lugar de andar asesinando paramilitares a gran escala.
Los indestructibles tiene un público cautivo de cuarentones adictos a la onda retro. Para sumar a la gran masa adolescente, la película decide eliminar toda violencia más o menos realista en favor de una brutalidad innocua que incluye efectos de sonido, sangre digital y algunos muertos que resucitan sobre el final. En lugar de imitar a sus fans, acepando mansamente la letanía por las intensidades perdidas, Stallone y sus amigos intentan reapropiarse del estatuto de estrella y se terminan hundiendo en una caricatura inerte.