Quien crea que aquí estamos ante un film nostálgico de las duchas de testosterona de los años de Ronald Reagan, se equivoca. Quien crea que se trata de un autohomenaje emotivo, también. Los indestructibles, film de-con-por Sylverster Stallone, es la historia de un grupo de mercenarios que tratan de cumplir una misión un poco más humanitaria que sus habituales incursiones por dinero. El elenco es lo más parecido a un álbum de figuritas, pero la forma del film –especialmente sus escenas de pelea cuerpo a cuerpo y la sangre digital que salpica la última media hora– nos recuerdan que los ochenta ya pasaron hace rato, y que a Stallone hoy alguien puede vencerlo en un mano a mano (esforzado, claro). En medio de todo esto, el verdadero sostén actoral y físico de la película es el gran Jason Statham, un héroe de acción de estos tiempos, que mantiene la virilidad y la adustez propia de este tipo de personajes sin dejar de ejercer su propio estilo. Es, además, uno de los personajes con corazón más claro, que no necesita declamar nada para que uno sepa que ahí hay un ser humano. Cuidado: también Stallone, especialmente en sus debilidades, en el juego de sonreír con ese rostro demasiado tomado por el bótox, en la alegría de hacer lo que le gusta. La trama de país bananero latinoamericano (con tipos que hablan el castellano bastante mal) o el “malo de la CIA que se pasó de bando”, o algún destello romántico son casi lo de menos. Lo que sí importa es que esto es cine. Imperfecto, quizá primitivo, pero honesto como una buena piña dada de frente.