Al igual que Choele, la ópera prima de la mexicana Claudia Sainte-Luce, Los insólitos peces gato, podría insertarse en esa zona que los anglosajones denominan feel-good movies, la clase de películas que parten de un dolor profundo para luego matizarlo con adecuados atisbos de esperanza. Aunque se trate de un esquema muchas veces propicio para la manipulación del espectador, no creo que éste sea el caso. La realizadora quiere de verdad a sus personajes, los cuida, los deja respirar para que edifiquen sus subjetividades, y así consigue activar una empatía que se sostiene a lo largo de toda la película, más allá de algunas concesiones de guión ya mencionadas al inicio de esta nota. Y allí donde el film argentino prefiere el marco seguro de la fábula de iniciación, la película mexicana intenta en un principio preservar la ambigüedad sobre el contexto existencial de su protagonista, la veinteañera Claudia (Ximena Ayala). Debido a un malestar físico que no puede combatir, ella termina internada en un hospital en donde conoce a Martha (la notable Lisa Owen), una mujer que tiene cuatro hijos y padece HIV.
El cariño es instantáneo, y apenas Martha recibe el alta médica, le propone a Claudia ir a almorzar con los suyos en su casa. A través de un lúcido plano-secuencia, la cámara nos introduce en ese hogar desde la perspectiva de la invitada, quien flota en medio del bullicio familiar como si ese abrigo fuera algo totalmente ajeno a su imaginario. Y lo es, de hecho. Más tarde descubriremos hasta qué extremo la vida de esta muchacha está marcada por la soledad. Es la elegante enunciación fílmica, en esa primera reunión alrededor de la mesa, la que afirma la relevancia de ese espacio vacante que Claudia ahora viene a llenar. Un rol, un lugar, un esencia. Ella será, alternativamente, hija, amiga, hermana mayor, confidente y madre. La prueba de que la familia no brota de la sangre sino del afecto franco y de las funciones que el sujeto es capaz de asumir en esa red de solidaridad.
La película fluye con gracia, dueña de un humor tan sobrio como efectivo. Aunque las recaídas de la madre son recurrentes, llega un momento en que esos episodios están tan incorporados a la rutina que los hijos parecerían no tener real dimensión de la inminente pérdida. Y ahí es cuando la narración nos estremece al filtrar una escena en donde vemos cómo Wendy (Wendy Guillén), la hermana más chispeante del clan, se prepara un licuado con bananas, alcohol puro y pastillas de todo tipo. Claudia llega justo a tiempo para frenarla con un gesto sutil, sin emitir palabra, y entonces sí, la película se hace cargo del miedo que necesariamente se viene incubando en ese hogar. Es cierto que en diversos tramos de la historia y en el final el tono sobrevuela lo típicamente dulzón y colorido, pero eso no le quita mérito a la mirada inteligente y sensible que supo imponer la directora sobre el conjunto del film.