El origen de la ficción aquí contada puede rastrearse en historia personal de la directora islandesa Solveig Anspach, fallecida en el año 2015, a la edad de cincuenta y cuatro años. Un guion inspirado en su propia madre resultó la semilla original de esta indagación sobre el amor, la finitud de la vida, las enfermedades, el paso del tiempo y el deterioro físico que, paradójicamente, encontró a su conclusión la temprana partida de su creadora. Para su cuarto largometraje, la destacada realizadora Carine Tardieu, más de un lustro después, retoma dicha idea acerca de la historia de amor de nuestros padres como espejo en el cuál vernos, brindando un emotivo homenaje. Deconstruyendo el argumento en ciernes, reinterpretando a los personajes protagonistas y legándonos el regreso a los primeros planos de una de las grandes actrices galas de todos los tiempos, concibe una obra sensible y empática.
Deliciosa y detallista, la historia relatada comienza en Lyon, en el año 2006, para luego trasladarse a París y Dublín en la actualidad. Del vértigo citadino al entorno bucólico de una casa de campo, nos sumergimos en el cambio de estaciones, que también funcionan como metáfora de un romance que crece reconociendo las espinas de las propias rosas, en proporcional medida a que un seno familiar se resquebraja producto de una relación paralela. Rápidamente, los años han pasado y nos hemos olvidado de sentir. Nos miramos al espejo y notamos que ese cuerpo ha cambiado. Tomamos conciencia de la propia finitud. Las excusas sabrán hacer su aparición para favorecer una cita, porque los destinos están prestos a entrecruzarse. El factor del azar también juega su papel y sabe reencontrar a dos que buscan descubrirse. Oportunamente, también poblará el horizonte de ausencias, interrogantes y sufrimiento; sabrá ser cruel.
Los simbolismos se multiplican en relojes de arena, manos enlazadas bajo la mesa, viajes en tren, flores marchitas y diagnósticos médicos poco alentadores. Con precisión y gran gusto estético, Tardieu modela un arte de amar dotado de la calidez en primeros planos de rostros y manos, ojos que brillan en la oscuridad, respiran que se agitan, cara a cara -y ya no a través del teléfono-, una vez que la pareja de amantes consuma el postergado encuentro físico. La realizada aquí es también una exploración sobre los vínculos familiares, la maduración de la pareja, los sueños de envejecer de a dos y el deber de ser padre y madre. Los amantes comparten fugaces momentos; la llama se aviva dentro del apartamento y las obligaciones de la vida rutinaria llaman fuera. Entonces, el personaje de Ardant nos lee un conmovedor poema de Silvya Plath, ¡ese corazón suicida!, escrito poco tiempo antes de su trágica muerte.
Si permanecemos atentos captaremos la enorme riqueza en matices que exhibe esta historia de amor a contramano. La intensidad melodramática bajo la lluvia no faltará a la cita en esta mixtura drama y romance cuya composición estética nos lega, por añadidura, una exquisita banda sonora (de Éric Slabiak). Tardieu desplaza puntos de vista, por momentos centrándose en el efecto devastador que el affaire produjo dentro del hogar del médico felizmente casado. Cuesta encontrar el auténtico sentido a la palabra plenitud, pero sí existe un redescubrimiento que produce profundos replanteos. No es sencilla la resolución; las limitaciones aparecerán por doquier y ninguna será agradable. Hay tanto en juego, y que perder. Fanny se resigna y aporta su cuota de experiencia, la belleza se ve con otros ojos. El flechazo instantáneo es un instrumento de ternura, pero también de autoconocimiento. Se clava en nosotros en el momento menos pensado y produce abismos en el alma y terremotos en cada fibra de nuestro cuerpo.
“Los Jóvenes Amantes” es una nostálgica y crepuscular revelación del deseo en el otoño de la vida. Sólida en el reparto actoral que acompaña a la eterna Fanny, la película nos ofrece intensas interpretaciones de Melvin Poupad (a quien vimos lucirse en la reciente “Pequeña Flor”, de Santiago Mitre) y de la extraordinaria Cecil De France (una habitué de François Ozon). Piezas claves del relato, otorgan calidad y prestancia a sendos roles de extrema exigencia. Ardant, inmersa en una transformación física y espiritual conmovedora, nos brinda su poderoso arte interpretativo en las instancias del desenlace. Inhalamos profundo; ese aire nuevo que respiraremos es el mismo que compartiremos hasta el instante final.