La gacetilla de prensa de Los jóvenes muertos dice que Leandro Listorti se anotició de los treinta jóvenes suicidados durante la última década y media en Las Heras, un pueblo de diez mil habitantes ubicado al noreste de Santa Cruz, cuando leyó un artículo periodístico en el diario hace poco menos de diez años. Interesado desde chico en el tema de la muerte, el tiempo y la investigación desplazaron el eje de atención hacia su legado. “El atractivo mayor radicaba ahora en preguntarme qué es lo que queda de nosotros luego de morir. Y eso me llevó a otras preguntas: ¿cómo filmar la muerte? ¿Cómo mostrar lo que ya no está? El resultado de esa búsqueda es Los jóvenes muertos, un intento por acercarse a algunas vidas breves y misteriosas. Luchando contra el olvido, y contra el mundo que gira como si nada hubiera sucedido”, reza la explicación que, nos aseguran, él mismo escribió. Menudo objetivo entonces el que se propuso este crítico y periodista devenido cineasta, a quien se le podrán achacar defectos y glorificar virtudes, pero resultará imposible cuestionarle tamaña ambición -cualidad positiva o negativa, según la ética y gusto de cada lector-que exhibe en poco más de hora y cuarto de metraje. ¿Cómo aproximarse artísticamente a esa dimensión inconmensurable que es la muerte?¿Es posible aprehenderla y amoldarla a la pequeñez de un fotograma?¿Qué nos lega?¿De qué forma se retrata el vacío de quienes la sobreviven? Todo eso y mucho más es Los jóvenes muertos.
Listorti no pretende buscar respuestas concretas al hecho fáctico que dispara el film; no bucea en las causas sino en las consecuencias de la sucesión de suicidios que hasta hace algunos meses atosigó a los diez mil habitantes del pequeño pueblo patagónico. Como pocas veces en el cine, donde la evaluación se acentúa con el correr del tiempo, ya la idea de evadir la tentación de ensayar infinitos abordajes sociales, económicos y/o políticos que desembrollen la enredada trama policial resulta meritoria: si aquellos hubieran procurado reconstruir la cadena de sucesos basándose en testimonios de allegados a los casos en cuestión, Listorti enhebra el relato como una variopinta galería de planos fijos que abarcan desde ramas caladas con los nombres de quienes presumimos son los jóvenes muertos, hasta los inhóspitos paisajes patagónicos, siempre tan ralos, eternos y monocromáticos, intercalados con intertextos con el nombre de las víctimas. Tuve la oportunidad de hacerle una entrevista al director (la pueden leer acá) donde él dice que la primera impresión que causan esas imágenes se vincula con la ausencia. Pero además recuperó, aun en la tragedia de una treintena de muertes, el acto lúdico del cine para construir en Las Heras una ciudad distópica, vacía, solitaria, puramente maquinal y oxidada. “También está el hecho que las máquinas siguieran funcionando a pesar de que la gente no estuviera, como si toda la estructura sobreviviera a los pobladores como su único legado”, dijo. Aquí no hay protagonistas cárnicos, no hay un presentador o narrador omnipresente que timoneé el relato, sino que la atención está en la cotidianeidad de lo irredimible, en el inicialmente hipnótico y más tarde desesperante vaivén de los extractores de petróleo, combustible de la economía regional, y en la omnipresencia de un viento apenas matizado por las escasas voces en off que contextualizan el relato. No es casual la utilización del verbo contextualizar: todo el film se puede pensar como una extensa contextualización de otra película, una introducción que flanquea a los suicidios, carne de cañón para la segunda parte del imaginario díptico.
Documental que inquiere y no esclarece, Los jóvenes muertos es aquello que el espectador y su bagaje construyen, más aún cuando la trama pivotea con un asunto usualmente incómodo, por abstracto e infinitas connotaciones moralistas, como la muerte. Por eso estamos ante una película fascinante, sí, pero que parece quedarle chica al dispositivo cinematográfico. Y ese es el único (y mínimo) error ostensible de Los jóvenes muertos, defecto quizá más relacionado con temores metafísicos y el tema que trata antes que con una razón estrictamente cinematográfica. Ya sobre el final del metraje, la interpretación de planos resulta insuficiente, la justeza temporal de éstos es incuantificable, el orden en que se suceden es indistinto porque da la sensación que toda forma plástica resulta insuficiente ante la desmesura de un legado inaprensible que no cabe en una pantalla de cine. No queda otra que esperar nuestra hora para saber qué hay después.