La ciudad de los niños perdidos
Pareciera que en General Las Heras, un pueblo santacruceño a 1500 kilómetros de la Capital Federal, la presencia de la muerte es algo constante y lucha como el viento que sopla obcecadamente contra el olvido y le hace frente a las pequeñas manifestaciones de vida, que pese al aire contaminado por la cenizas que el volcán Hudson esparció hace 10 años; pese al agua contaminada por el petróleo y a los desechos que pueblan los rincones, persisten.
En la mugre que rodea el suelo; en las cabezas despellejadas de las vacas que se faenan en un matadero rústico y en el misterioso suicidio de 30 jóvenes, la muerte dice presente.
André Bazin decía que tanto el amor como la muerte no se podían filmar sin caer en la representación cinematográfica. Quizás esa sentencia dio vueltas por la cabeza del realizador Leandro Listorti cuando decidió salir con su cámara a buscar la presencia de la ausencia de estos jóvenes, que se adelantaron al curso de la vida porque tarde o temprano irremediablemente la muerte nos llegará a todos.
A partir de esa confusa pero sugestiva situación, que marcó sistemáticamente la desaparición de esas 30 vidas entre 1997 y el 2007, se construye desde un extremo fuera de campo el rastro de lo que quedó de aquellas existencias a partir de un montaje meticuloso y dialéctico que yuxtapone planos fijos (quizá algunos de duración excesiva, es justo decirlo) que evocan el recuerdo de alguno de los suicidas reforzando la lucha silenciosa contra el olvido. Esos planos se multiplican en aulas vacías, una cancha de básquet sin gente, una pileta de natación también vacía de gente y el nombre tallado en los troncos de los árboles que aún no murieron de pie.
Estructurado en separadores o placas que dan cuenta de los nombres y las fechas de su deceso, Listorti apela a la economía de recursos narrativos al punto de introducir apenas un par de voces en off sin identificación para sembrar retazos de información sobre alguno de los personajes espectrales como el boxeador o la joven que anunció en el colegio que a la semana próxima se iría al reino de su padre.
Sin intentar responderse las causas pero siempre atento a las conjeturas o hipótesis para explicar lo inexplicable, Los jóvenes muertos adopta la incerteza como energía vital para ir más allá de lo material hacia lo metafísico; desde las huellas de un viaje por un pueblo contaminado de tristeza y rodeado de una quietud que, pese al murmullo de las máquinas que extraen petróleo, al desvencijado andar de una calesita vacía o al llanto silencioso de los que recuerdan sin consuelo, se erige rabiosa ante la indiferencia del tiempo.