Una salvajada demasiado civilizada
La saga que sucedió a Harry Potter y Crepúsculo entre los best sellers para adolescentes tiene varios aciertos y actuaciones atractivas, pero termina automutilándose para que la calificación no haga que quede la mitad de su público afuera.
Basada en la saga que sucedió a Harry Potter y Crepúsculo en el olimpo del mega best seller para adolescentes (en Estados Unidos, al menos; aquí no está demostrado que haya pasado lo mismo), la primera entrega de Los juegos del hambre es una película abierta a la polémica. Según declara Suzanne Collins, autora de la trilogía de novelas (y coproductora y coguionista de la película), fue haciendo zapping de un reality a imágenes de noticiero, en las que se veía a jóvenes soldados muertos en Irak, que se le ocurrió la idea de la saga, consistente en un reality en el que un grupo de adolescentes debe exterminarse entre sí. ¿Representa Los juegos del hambre una crítica a la explotación que la industria del entretenimiento hace del dolor y la muerte, o, al igual que la tele, explota el dolor y la muerte, escudada bajo el disfraz de la crítica? Un punto a plantearse. Otro es si la película es consecuente con el desafío que encara. O si, por el contrario, en pos de no perder parte de su público natural termina por automutilarse.
Un primer acierto es el haber construido un mundo que funciona de modo autónomo y, a la vez, como versión deformada de éste. La historia transcurre en un lugar llamado Pánem, pero no se sabe si Pánem está en la Tierra y si la historia tiene lugar en el futuro o alguna clase de tiempo alterno. En ese mundo, todos los años, las autoridades de Pánem eligen, por sorteo, a una chica y un varón por cada uno de los doce distritos de la nación, para que participen de “Los juegos del hambre”, reality oficial (hay un único canal en ese mundo de Gran Hermano) que evoca, con intención “pedagógica”, tiempos de una sublevación derrotada. Los participantes –que tienen entre 12 y 18 años y a los que se da el nombre de “tributos”– deben sobrevivir durante un par de semanas en un bosque hostil. Gana el único que llegue vivo y está permitido asesinarse entre sí (obviamente, que se maten en cámara es el carozo del asunto). Los protagonistas, una chica llamada Katniss Everdeen (lindo nombre de ficción) y un chico de nombre Peeta (Josh Hutcherson) compiten por el distrito 12, el más pobre de todos, así como el 1 es el de los privilegiados. Algunos “tributos” matan por gusto (los ricos, en general) y otros no; desde ya que Katniss y Peeta son de estos últimos.
Los “tributos” participan de un reality mortal en Los juegos del hambre.
A diferencia de Harry Potter y Crepúsculo, Los juegos... pone la alegoría social y política en primer plano, con intención aleccionadora y afrontando el riesgo de meterse en terreno barroso. Hay todo un cúmulo de precedentes que va de la crítica a la televisión de Network (1976) al juego mortal y futurista de Rollerball (1975), pasando por todas las fantasías posibles sobre sociedades totalitarias y llegando hasta el film japonés Battle Royale (2000), que es, de todos los nombrados, el que más derecho tendría de hacer un juicio por plagio a la Sra. Collins. Como allí, las armas de la heroína, cazadora experimentada, son el arco y flecha. Armas que Katniss usa sólo en defensa propia, claro. Dicen los que leyeron la novela que allí la protagonista era algo más discutible en términos morales; aquí es una chica pobre, sufrida y lo suficientemente solidaria para atender, curar y hasta adoptar a uno o más de sus contrincantes. Más allá de ese posible “lavado de imagen”, y de que la representación social y televisiva no aporta mayores novedades, Jennifer Lawrence (nominada al Oscar en su debut, en el film indie Lazos de sangre) dota a Katniss de una bienvenida dureza, que impregna la película toda.
Desde ya que Stanley Tucci, como conductor de show de pelo azulado (en Pánem, el mundo del espectáculo es aún más ridículo que aquí), Donald Sutherland como autócrata maquiavélico y, sobre todo, el gran Woody Harrelson como mentor, también le sacan el jugo a sus personajes. La dirección de Gary Ross (Pleasantville, Seabiscuit) es mayormente prosaica (lo cual no está del todo mal para el mundo hipertelevisivo que muestra), recayendo en alguna incómoda espasticidad de cámara y apelando, en la escenas de acción, al “corten todo, que no se entienda nada”, que parecería de rigor en el Hollywood contemporáneo. Claro que aquí el corte no es sólo para que los chicos no se aburran, sino para que no vean. Atrapada en su contradicción de origen (cine para adolescentes en el que adolescentes matan a adolescentes), Los juegos... termina automutilándose. No sea cosa que se vea cómo unos mastines del infierno se devoran a uno y le caiga una calificación de SAM 16, que deje mitad del público afuera. Aun con esas inconsecuencias, esta salvajada tal vez demasiado civilizada representa un salto al más allá para Hollywood, teniendo en cuenta la inanidad de magos y crepúsculos que la preceden.