Spartacus reformista
Los juegos del hambre (The Hunger Games, 2012) tiene todas las de ganar. Si bien el concepto de suceso y trascendencia es voluble y varía en su significancia histórica, hay una definición común que subyace en toda producción de gran presupuesto sobre adolescentes y para adolescentes. La plata. La recaudación. Eso es lo que importa, a eso hay que apuntar.
¿Por qué? Porque con la conclusión de franquicias de adhesión masiva como Harry Potter, el casillero de la industria destinado a los imperios erigidos sobre la obnubilación juvenil queda nuevamente vacante. Despoblado. Expectante. Sólo por eso, la migración de prioridades se vuelve más evidente. La desesperante y calamitosa carrera de los estudios por arrebatarse para sí mismos ese lugar privilegiado obliga a los realizadores a relegar sus aspiraciones artísticas en busca del billete. El triunfo no lo determinan las críticas sino las taquillas. El objetivo, en el fervor de la contienda, es financiar una secuela.
El futuro. Norteamérica cesa de existir y en su lugar nace la nación de Panem, dividida en una capital con excesiva concentración de la riqueza y doce distritos sumidos en la miseria. Todos los años, dos jóvenes de cada distrito son seleccionados con el motivo de participar en un concurso televisivo perverso y sanguinario denominado Los Juegos del Hambre. En él, los veinticuatro competidores son colocados en un mapa artificial diseñado por un equipo de arquitectos con la capacidad de, en pos del entretenimiento y la diversión, modificar el clima, disponer de súbitos cambios ambientales y asistir o condenar a los neo-gladiadores si las circunstancias lo ameritan. Con el vitoreo constante y la tensión en los distritos, los participantes deben abrirse paso hasta la victoria. Incluso si ello significa asesinar a sus conciudadanos.
El encanto esporádico de la película se manifiesta en los trazos englobantes de la trama. La pragmática eficacia de un relato sobre la batalla entre numerosos adversarios con características y especialidades propias por momentos establece una atadura aliciente entre el espectador y la pantalla. Su rudeza es la de la inclemencia instintiva de un ser humano empujado al asesinato y las expectativas se reposan en la supervivencia del más hábil por sobre el más fuerte. Una desafortunada verguenza sobreviene a aquellos diminutos instantes de tirantez e incertidumbre cuando el guión trillado, en su función evanescente, se encarga de paliar cualquier fragmento ponderable con sus salidas fáciles, con sus frases hechas, con expresiones acartonadas o coreografías innecesariamente bruscas. El único acierto que no se desvanece con el correr de los minutos pareciera ser la edición de sonido de Lon Bender y Paul Hackner, que luego de Matrix recargado (Matrix Reloaded, 2003), Corazón Valiente (Braveheart, 1995) y Drive (2011), es seguro afirmar que saben lo que hacen. Quizá un poco abusado el recurso de enmudecer la escena para demostrar la frustración de los personajes, pero eso es gusto personal.
La selección del casting, a cargo de Debra Zane, es digno de mención. Tanto por la abundancia de estrellas como por las apropiadas designaciones de personajes. Si bien hay actores de mucha audacia desplazados siempre a un segundo plano, como Wes Benttley o Toby Jones, en la película coexisten otros intérpretes de mayor popularidad con poco espacio. Tal es el caso de Woody Harrelson, Donald Sutherland y Elizabeth Banks.
Los juegos del hambre es insulsa. Parece avanzar de manera implacable por momentos sólo para auto-sofocarse y volver sobre sus propios pasos inmediatamente después.