Dejemos de lado el hecho de que “Los juegos del hambre” se base en la primera de una serie de novelas de enorme éxito entre adolescentes en los Estados Unidos. Es un dato menor, como es un dato menor la historia: en el futuro, en ese país, un Estado totalitario pide a sus “distritos” que entreguen un chico y una chica de entre 12 y 18 años, que durante dos semanas participan de un reality show donde deben matarse y solo uno quedar con vida. Sabemos que hubo antes una “rebelión” contra la metrópolis. Sabemos que los chicos de los distritos “ricos” entrenan en academias toda su vida para ofrecerse como voluntarios, y los pobres no tienen más remedio que ir por sorteo. Aquí sucede que una joven toma, voluntariamente, el lugar de su hermanita de 12 años.
A partir de allí, el realizador Gary Ross –que tiene dos muy buenas películas en su haber, “Amor a colores” y “Alma de héroes”, donde la cuestión social aparece como columna vertebral de un relato fantástico o épico– despliega algo más que un film épico con la televisión de fondo: un cuestionamiento permanente sobre cómo se hacen films en Hollywood y cuál es el verdadero sentido (estético y moral) de contar cualquier tipo de historia. Todo el film es el rostro y el cuerpo de Jennifer Lawrence, que nos contagia piedad, desesperación, coraje e incluso –gran detalle del film– la sutil autoconciencia de comprender las reglas del espectáculo. Puede verse como un entretenido film de aventuras, pero ¡atención!, que esconde varias capas que la hacen memorable.