Con algo más que la suerte de su lado
Debo aclarar que sólo leí la entrega inicial de la saga literaria de Los juegos del hambre, pero no los dos siguientes libros, En llamas y Sinsajo, aunque uno ya puede hacerse una idea bastante sólida respecto a los méritos de la trilogía y las razones de su éxito. Al menos en la primera novela podemos encontrar una narración que, a pesar de estar dirigida al público juvenil, no ahorra una violencia que no sólo impregna el ámbito físico sino también el psicológico y el social, con doce distritos obligados a ofrecer cada uno dos jóvenes como tributo (el término de por sí los convierte en mercancía) en una competencia a muerte organizada por el Capitolio (otro término deformado hasta el extremo) y televisado a todas partes.
A medida que se fueron anunciando los nombres detrás de la adaptación cinematográfica, la expectativa fue creciendo. No sólo por los integrantes del elenco, sino también por el director, Gary Ross, quien había demostrado en Alma de héroes que poseía la visión completa de lo que necesitaba una película deportiva basada en hechos reales: amor por los personajes y sus pequeños grandes logros, sentido épico, conciencia del vínculo entre deporte e Historia (así, con mayúsculas, con toda la carga política que implica), fisicidad en la puesta en escena. El enigma radicaba en si iba a poder plasmar en Los juegos del hambre el reverso de la moneda, el lado oscuro del deporte. La pericia del realizador iba a determinar si el film iba a tener vuelo propio o si se iba a parecer más a la saga Crepúsculo o las dos primeras películas de Harry Potter.
Pues bien, ya desde su mismo comienzo, la versión cinematográfica de Los juegos del hambre apuesta a diferenciarse en la trama, estableciendo vínculos con el espíritu, la modalidad del relato, la construcción de personajes y el desarrollo de las temáticas. Para empezar, con un montaje a hachazos, que se emparenta con el estilo literario de la novela. Pero también con una vasta autoconciencia de las instancias del espectáculo y cómo se pueden adaptar a los moldes más siniestros. La sociedad que se describe es una de puras apariencias, exhibicionismo e hipocresía, con un contraste permanente con los doce Distritos. La textura fílmica y novelística se emparentan: sus enunciados no son precisamente sutiles, pero eso no resiente su impacto.
Y si el film de Ross también se sitúa en el punto de vista de Katniss Everdeen (Jennifer Lawrence, probablemente en su mejor actuación), esa heroína imperfecta enfrentada a situaciones que la abruman, durante la mayor parte del metraje, no deja de permitirse el explicitar (o más bien espiar, casi como un testigo oculto) las acciones del Poder (seguimos con las mayúsculas) del Capitolio, manejando los hilos de los eventos, moviendo las piezas, con absoluta conocimiento de la falsedad de su accionar, de la deformidad de la competencia, de las luces del espectáculo que sólo iluminan lo conveniente, del horror disfrazado de telenovela romántica. Por eso, los personajes de Seneca Crane (Wes Bentley), el Organizador de los Juegos, y el Presidente Snow (Donald Sutherland, de taquito y brillante) tienen mucha más incidencia y no están casi en abstracto, como en el material de origen. En especial el segundo, a quien en un momento se le escucha una lúcida y a la vez cruel reflexión sobre la contención de la esperanza.
Los juegos del hambre es una adaptación que obliga a preguntarse a los devotos de la novela sobre cuánto se pone de uno mismo en las imágenes, pero también al espectador que nunca visitó ese universo a no descartarla fácilmente. Esto se da no sólo por la innegable capacidad de Ross para hacer avanzar la historia ágilmente y sin pozos durante dos horas y media, con tensas y vertiginosas escenas de combate en donde se reflexiona crudamente sobre la violencia ejercida por los más jóvenes a la vez que se realiza una hábil labor de ocultamiento, sino por cómo piensa el texto de base. Allí entabla un paralelismo con Harry Potter y el prisionero de Azkabán, donde aparecía un director como Alfonso Cuarón con el atrevimiento de poner sus propias obsesiones y capacidades al servicio de un personaje emblemático.
A diferencia de otras franquicias, la primera parte de Los juegos del hambre cumple con las expectativas y abre todo un abanico de posibilidades para las continuaciones. No es poco en estos tiempos de productos sin alma.