El cine no es una cuestión de necesidades: imposible pensar en una película como “necesaria” o algún adjetivo similar. Lo que sí es necesario es que haya una voluntad artística detrás, ideas y ganas de contar una historia o de experimentar con imágenes y sonidos. Todo eso que precisamente no tiene esta versión animada de Los locos Addams.
Que aquellos que quieran ir al cine a reencontrarse con los personajes históricos, que mejor se queden en sus casas. Lejos del espíritu perturbador original, la película de Conrad Vernon y Greg Tiernan retrata a una familia blanca y bondadosa, simpática y bonachona. Una familia que subraya a cada paso su excentricidad, como para que al espectador bien claro de qué va el asunto. Todo es color donde debería ser oscuridad. E incluso la oscuridad aparece alivianada por una animación estilizada.
La historia es sintomática del desgano generalizado. La familia vive en una mansión ubicada en lo alto de una colina, cerca de donde una empresaria inmobiliaria planea el desarrollo de un nuevo barrio de lujo. Un emprendimiento que difícilmente pueda llevarse adelante con ese caserón lúgubre de fondo. Todo esto ocurre en vísperas de un rito de iniciación de Pericles que reunirá a toda la familia, al tiempo que Merlina da sus primeros pasos en el colegio (¿?).
El resultado es un film hecho a puro piloto automático, con escasos momentos de gracia y una liviandad indigerible para quienes tienen frescas en su memoria la serie original de los años '60 y '70, y las dos películas de principios de la década de 1990 protagonizadas por Anjelica Huston, Christina Ricci y Raúl Juliá. Los locos Addams merecían un regreso mejor.