Símbolo pop de lo macabro, la familia de los excéntricos Addams regresó en formato de animación apta para todo público dark. Los encargados de dirigir esta nueva versión del clan descolorido (por el semblante pálido de sus integrantes), que se hizo famoso en la década de 1960 gracias a la serie televisiva inspirada en los personajes creados en 1934 por el caricaturista Charles Addams (para el periódico The New Yorker), y cuyo entusiasmo se reactivó en la década de 1990 gracias a las películas de Barry Sonnenfeld, son Conrad Vernon y Greg Tiernan, los mismos de La fiesta de las salchichas (2016).
Sin bien es un dibujito bastante plano y sin demasiada gracia (aunque de alta calidad técnica), siempre es bienvenida la idea de unos personajes que se corran de lo establecido como normal. Los Addams representan lo mortuorio, lo espeluznante, lo putrefacto, todo lo que va en contra de la rutina de las personas que se autoproclaman comunes y corrientes.
La historia cuenta con dos subtramas. Por un lado, la familia consigue vivir en un manicomio abandonado, hasta que al frente construyen uno de esos barrios coloridos para gente rica, diseñado por Margaux, una rubia superficial que, al ver esa especie de castillo gótico que interrumpe la armonía del paisaje, no duda en ir a remodelarlo con su mal gusto y, en lo posible, a sacar a sus habitantes como sea, sobre todo por su condición de freaks.
Por otro lado, está Pericles, el hijo más chico de la familia, al que tienen que preparar para un ritual familiar de iniciación en el que se pone a prueba el honor y la valentía de sus miembros. Pero es Merlina, la hermana, quien va a ir y venir de una subtrama a la otra después de conocer a la hija de Margaux, una adolecente de su edad de la que se hace amiga inesperable, y quien va a entregar los momentos más reflexivos y escalofriantes.
Son sus personajes secundarios los más logrados. Cuando Largo toca el piano mientras Dedos lo ayuda, las ocurrencias del tío Lucas, la aparición de la abuela y Minino, el león que tienen como mascota, son algunos de los personajes y momentos más simpáticos y divertidos. Hay un par de gags brillantes en su inocencia y la música original de la casa, con el chasquido de los dedos, despertará la nostalgia de algunos padres.
Sin embargo, la película se debilita a medida que avanza y va perdiendo el humor negro que siempre la caracterizó. Los Addams siguen siendo adorables, y ese aura lúgubre y tétrico, pero a la vez feliz y gracioso, que los rodea hace que la historia no decaiga del todo.
Los locos Addams es una comedia animada que la pueden disfrutar grandes y chicos. La corrección política que atraviesa subrepticiamente la trama es necesaria, ya que la aceptación de las diferencias con el otro siempre lo es. Hacer las paces con el prójimo, unirse para que no exista más la división entre diferentes y normales, es un mensaje que siempre estará bien. El oscurantismo amable de los Addams tiene que servir como ejemplo de que, muchas veces, lo que vemos como distinto y peligroso en realidad puede ser algo benévolo y amistoso.