Altibajos de una familia
Es inevitable vincular esta nueva película de Ana Katz (1975, Buenos Aires) con Un cuento chino: ambas implican la reaparición en cine de los principales actores de la exitosa El secreto de sus ojos, y se centran, al mismo tiempo, en la esforzada búsqueda de entendimiento entre dos personajes, algo que siempre resulta confortable para el espectador. A esto podría agregarse el desarrollo de situaciones comunes y cercanas, que permiten fácilmente el reconocimiento.
El propósito de Los Marziano es retratar con simpatía diferencias familiares y pequeños problemas cotidianos. Katz sabe narrar dosificando la información y despertando expectativas sobre el transcurrir de los acontecimientos, méritos a los que se suma la música de Chango Spasiuk y la moderación de Guillermo Francella como Juan (un hombre bienintencionado, algo inocente y temeroso, siempre con una sonrisa a flor de labios a pesar de sufrir los síntomas de una dolencia que parece grave), junto a la atención dispensada a pequeños gestos y miradas, delicadeza especialmente bienvenida por tratarse de un producto producido y lanzado para el éxito masivo.
No está mal la idea de los pozos en el country que despiertan desconfianza en Luis (un Arturo Puig muy ajustado a la aspereza de su personaje), de los que nunca llega a saberse si son auténticos ni con qué fin alguien los excava, o la posesión medio anacrónica de los casetes de Juan, que significan mucho para él y poco y nada para los demás.
En el terreno de las relaciones, están tratados con apropiada contención los gestos protectores de Delfina (Rita Cortese) con su hermano Juan, y el vínculo amable de éste con su ex mujer (Claudia Cantero). Algunas escenas están resueltas con eficacia y el relato se desarrolla con un medio tono ciertamente saludable en el contexto de una cinematografía como la nuestra, proclive a las tragicomedias excedidas en gritos y subrayados.
De todos modos, hay ocasiones en las que la cámara parece no saber dónde ubicarse, o encuadra ambientes con criterio puramente decorativo, y falta fluidez en algunas conversaciones, como si los actores estuvieran ensayando sus parlamentos. La sutileza no parece suficiente para retratar vicios y costumbres de ese pequeño grupo familiar, y Los Marziano resulta fría y poco suelta en comparación con otras películas argentinas de intenciones similares. No precisamente Esperando la carroza (1985) -a la que siempre se hace referencia como si fuera la única familia retratada por nuestro cine-, sino otras menos altisonantes, de costumbrismo agridulce, como La tregua (1974), Una mujer… (1975) o algunas de las dirigidas por Daniel Burman. Por otra parte, los Marziano tampoco son tan extravagantes ni disfuncionales como algunos críticos han señalado (haciendo comparaciones desatinadas con Los excéntricos Tenenbaum, película de estética y objetivos muy diferentes).
Otros aspectos cuestionables son su puesta algo teatral y el hecho de que –como ocurría también, de otra manera, en El hombre de al lado– pendula entre dos personajes de estratos sociales diferentes pero dedicándole más importancia al de mejor condición económica. Es cierto que el film va alternando entre el punto de vista de Luis (Puig) y el de Juan (Francella), permitiendo la identificación con ambos, pero nada se muestra de la vida de este último en Misiones, o de cómo su hermana gana el dinero para su alquiler, mientras sí ocupa mucho tiempo en mostrar la vida en el country, con frecuentes zambullidas en la pileta y envidiables desayunos. Fajos de billetes en primer plano, en una escena, se suman a esta propensión a mostrar la vida del hermano adinerado y su mujer (Mercedes Morán). Cuando, sobre el final (y en uno de los mejores momentos del film), las mujeres acuerdan qué temas no tratar durante la comida, el dinero parece ser el principal motivo de altercados, pero Los Marziano no permite que las dificultades para conseguirlo asomen con su carga de desazón.
Hacer una película sobre una familia argentina sin raspar la superficie de las discusiones y afectos en conflicto para llegar a capas más profundas, sabe a poco.