De pozos y de palos
A veces, no se puede evitar la sonrisa socarrona al ver ciertos fenómenos de índole sociológica que se producen en una sala de cine. Me pasó una vez, entre tantas, cuando fui a ver Imperio de David Lynch y una señora estaba preocupada por la escasa cantidad de gente en la función, hecho que la sorprendía, tratándose de una película sobre los romanos (eso le había dicho la chica de boletería).
En este caso, al término de Los Marziano, los silencios, las miradas desconcertadas y hasta algún que otro quejido manifestaban el estupor de varios espectadores por ver defraudadas sus expectativas. Tal vez, esperarían los tics televisivos del tándem Francella-Puig, cosa que afortunadamente no ocurre.
Por otro lado, si una película comienza ya en los fotogramas -como decía Truffaut- o en sus afiches, la imagen publicitaria no era la más prometedora, puesto que evidencia un contagio de cierta pose cool impostada del indie norteamericano más industrial (valga la paradoja). Afortunadamente, el film de Ana Katz va por otros carriles más mesurados y menos banales.
Juan y Luis son dos hermanos que no se ven hace tiempo porque están peleados; la hermana de ambos intercederá para que se reencuentren, conjuntamente con su cuñada. A partir de esta simple anécdota, la directora se centra en los dos personajes masculinos, desnudando la fragilidad de cada uno: la enfermedad neurológica de Juan y el dolor físico de Luis, quien ha caído en un pozo mientras jugaba al golf en su country. En realidad, son puntos de partida para develar paulatinamente la insatisfacción que sienten por deseos sin concretar. Si bien es innegable el talento por trazar los perfiles de los protagonistas (y se debe reconocer que todos los roles principales están muy bien), se podría objetar un esfuerzo desmedido por subrayar ciertos rasgos mediante signos obvios. De este modo, la mochila que Juan lleva en su espalda como una parte más de su personalidad no es más que la carga del pasado, del mismo modo que el yeso y los moretones de Luis se corresponden con su bronca contenida y sus sentimientos “golpeados” a causa de una felicidad que nunca es directa. De ahí su rostro duro y serio, como si fuera una especie de Charles Bronson entre ricachones.
También es interesante la tensión permanente que se crea con estos individuos a punto de estallar, como la forma en que esperamos una nueva caída a un pozo o un tropiezo de Juan. Sentimos la angustia de los hermanos y estamos atentos al posible encuentro. Los momentos de humor son sutiles, sin desbordes, y la música enfatiza aquellos pasajes donde miramos con distancia lo que les ocurre y comprendemos que el mundo, más allá de las clases sociales, puede ser una invitación al absurdo. Y aquí aparece uno de los méritos más importantes de la película, a saber, el tránsito por ciertas zonas del humor que eluden cualquier atisbo de costumbrismo basado en gritos y en estereotipos. Otros, serán el ritmo que le impregnan los diálogos y las pequeñas situaciones que se eligen contar. El plano final confirma esa mezcla de alegría y melancolía que recorre la historia.
Los Marziano deviene entonces como una personal mirada, que apuesta por el cine (basta ver la manera en que Katz filma los espacios) sin caer en poses evidentes ni en concesiones industriales, y tal vez sea ese su logro mayor.